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Por qué la ciencia nunca acabará con la religión

En 1966, hace poco más de 50 años, el distinguido antropólogo canadiense Anthony Wallace anunciaba convencido la desaparición global de la religión a manos de una ciencia cada vez más avanzada: «La creencia en poderes sobrenaturales está destinada a desaparecer, en todo el mundo, como consecuencia del crecimiento del conocimiento científico, y de su cada vez mayor acierto y difusión». No se trataba de una predicción fuera de lo normal. Muy al contrario, las modernas ciencias sociales que cobraron forma en la Europa occidental del siglo XIX convirtieron los primeros episodios de secularidad recién vividos en un modelo universal. Las ciencias sociales partían del supuesto, o predicción en otras ocasiones, de que todas las culturas acabarían convergiendo en algo parecido a una democracia liberal occidental y secular. Pero lo que pasó fue más bien lo contrario.

La secularidad no sólo no ha conseguido mantener su avance global, sino que países tan diferentes entre sí como Irán, India, Israel, Argelia y Turquía han sustituido sus gobiernos laicos por otros religiosos y han vivido el auge de influyentes movimientos religiosos nacionalistas. La secularización tal y como la predijeron las ciencias sociales ha fracasado.

Aun así, es cierto que no ha sido un fracaso total. Muchos países occidentales continúan siendo testigos del declive de la fe y la práctica religiosa. El censo más reciente publicado en Australia a este respecto señala que el 30% de la población se identifica como sin religión, y que este porcentaje va en aumento. Sondeos internacionales confirman los niveles comparativamente bajos de compromiso religioso en Europa occidental y Australasia. Incluso en Estados Unidos, país que pone constantemente en aprietos las tesis de la secularización, se ha experimentado un aumento de personas que no creen. El porcentaje de ateos en Estados Unidos se sitúa en un máximo histórico de cerca del 3%. A pesar de ello, a nivel global, el número total de personas que se consideran religiosas sigue siendo alto, y las tendencias demográficas sugieren que el patrón general para el futuro inmediato será de crecimiento religioso. Pero éste no es el único fallo de las tesis de secularización.

Los científicos, intelectuales, e investigadores sociales esperan que la propagación de la ciencia moderna conlleve la secularización, que la ciencia se convierta en una fuerza secularizadora. Pero ese, hasta ahora, no ha sido el caso. Si nos fijamos en las sociedades en las que la religión sigue viva, sus principales rasgos comunes tienen poco que ver con la ciencia y más con sentimientos de seguridad existencial y protección frente a las inseguridades básicas de la vida en forma de bienes públicos. Puede que las redes de seguridad social estén relacionadas con avances científicos, pero sólo vagamente, y el caso de Estados Unidos sirve, de nuevo, de ejemplo. Es indiscutible que se trata de la sociedad más desarrollada a nivel científico y tecnológico del mundo, pero, aun así, y al mismo tiempo, es la más religiosa de las sociedades occidentales. Tal y como el sociólogo británico David Martin concluía en El futuro del cristianismo (2011), «no hay una relación estable entre el grado de avance científico y un perfil bajo de influencia, creencia y práctica religiosas».

La historia de la ciencia y la secularización se vuelve aún más fascinante si nos fijamos en aquellas sociedades que han reaccionado contra agendas secularistas. El primer ministro indio Jawaharlal Nehru defendió ideas seculares y científicas, e incluyó la educación científica en su proyecto de modernización. Nehru confiaba en que la visión hindú de un pasado védico y los sueños musulmanes de una teocracia islámica sucumbieran al avance histórico e inexorable de la secularización. «El tiempo viaja en una sola dirección», declaró. Pero Nehru se equivocaba, tal como lo demuestra el aumento del fundamentalismo hindú e islámico. Más aún, la unión de la ciencia con objetivos secularizadores ha producido un efecto indeseado, y la ciencia se ha convertido en una víctima colateral de la resistencia a la secularidad.

El caso de Turquía es revelador. Como la mayoría de los pioneros del nacionalismo, Mustafá Kemal Atatürk, el fundador de la república turca, estaba comprometido con el secularismo. Colocó la ciencia, y particularmente la biología evolucionista, en un lugar primordial del sistema de educación pública de la recién formada república. Como resultado de todo ello, la evolución acabó asociada al programa político de Atatürk, incluido el secularismo. Los partidos islamistas de Turquía, buscando contrarrestar las ideas secularizadoras de los fundadores de la nación, también han atacado las enseñanzas de la evolución. Para ellos, la evolución se asocia con el materialismo secular. Este sentimiento culminó en la decisión en junio pasado de eliminar la materia sobre la evolución de las aulas de los institutos.

En resumen, la secularización a nivel global no es inevitable y, cuando ocurre, no lo provoca la ciencia. Más aún, cuando se intenta utilizar la ciencia para acelerar el avance de la secularidad, los resultados pueden acabar perjudicando a la primera. La tesis de que la ciencia causa la secularización no pasa el examen empírico, y utilizar la ciencia como un instrumento de secularización es una estrategia que no funciona. Emparejar ciencia y secularidad es muy raro y plantea la pregunta de ¿por qué nadie pensó de otra manera?

Históricamente, dos fuentes relacionadas entre sí han adelantado la idea de que la ciencia desplazaría la religión. En primer lugar, el concepto progresivo de la historia del siglo XIX, asociado principalmente con el filósofo francés Augusto Comte, se agarraba a la teoría de la historia según la cual las sociedades pasan por tres estadios: religioso, metafísico y científico (o positivo). Comte acuñó el término sociología, y pretendía reducir la influencia social de la religión y sustituirla con una nueva ciencia de la sociedad. La influencia de Comte llegó hasta los jóvenes turcos y Atatürk.

El siglo XIX asistió así mismo al surgimiento del modelo de conflicto entre la ciencia y la religión. Ésta es la visión según la cual la historia puede entenderse en términos de un conflicto entre dos épocas en la evolución de la historia del pensamiento humano, el teológico y el científico. Esta afirmación proviene de la influyente Historia de los conflictos de la ciencia con la tecnología en el cristianismo (1896), de Andrew Dickson White, cuyo título resume bien la teoría general del autor.

Hoy en día las personas no confían tanto en la idea de que la historia se mueve hacia un destino único a lo largo de una serie de estadios. Y, a pesar de seguir siendo popular, la mayoría de los historiadores tampoco apoyan la idea de un conflicto duradero entre ciencia y religión. Conocidos conflictos como el asunto de Galileo prendieron entre políticos y personalidades, no sólo ciencia y religión.

Muchos de los que apoyaban a Charles Darwin eran religiosos, y muchos de sus detractores científicos, y al revés. Otros muchos supuestos conflictos entre ciencia y religión han resultado ser puras invenciones. De hecho, y contrariamente al conflicto, históricamente lo habitual ha sido que ciencia y religión se apoyaran mutuamente más que que chocaran. En sus años de formación durante el siglo XVII, la ciencia moderna se apoyó en su legitimación por parte de la religión. Durante los siglos XVIII y XIX, la teología natural ayudó a popularizar la ciencia.

El modelo de conflicto entre ciencia y religión ofrece una visión equivocada del pasado y, combinado con las expectativas de secularización, conlleva una visión equivocada del futuro. La teoría de la secularización ha fallado tanto en su descripción como en su predicción. La pregunta real es por qué sigue habiendo teorías de conflicto ciencia-religión propuestas en muchos casos por científicos prominentes. Sería redundante explicar las teorías de Richard Dawkins, que no es, por cierto, una voz solitaria. Stephen Hawking piensa que «la ciencia ganará porque funciona»; Sam Harris ha declarado que «la ciencia debe destruir la religión»; Stephen Weinberg piensa que la ciencia ha debilitado la certeza religiosa; Colin Blakemore predice que la ciencia acabará haciendo de la religión algo innecesario. No existen pruebas históricas que apoyen tales opiniones. Es más, las que hay sugieren que son equivocadas.

La religión no va a desaparecer en un futuro próximo, ni la ciencia la destruirá. Si acaso, es precisamente la autoridad de la ciencia la que cada vez está más amenazada, así como su legitimidad social. Por ello necesita tantos amigos como pueda conseguir. Alguien debería aconsejar a quienes la apoyan que dejen de buscar un enemigo en la religión y de insistir en que el matrimonio entre ciencia y secularidad es el único camino hacia un futuro seguro.

*Peter Harrison es director del Instituto de Estudios Avanzados en Humanidades de la Universidad de Queensland (Australia)

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