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El “Dios” que se quedó sin pruebas

La adoración a un dios o a “Dios”, en su acepción cristiana o musulmana, o en sus miles de diferentes versiones rituales y devocionales, o su mera creencia, por intuición, certeza de fe o ejercicio emocional, es una construcción cultural que mucho depende del contexto geofísico e histórico donde se origina. Así pues, un ser humano que nace y se desenvuelve en un ambiente social desfasado de la corriente civilizatoria global actual podría adoptar una concepción orgánica de su existencia, y llegará o no a la conclusión de que los fenómenos que no comprende o no logra reconciliar con su bienestar general y supervivencia, encuentra su causa en poderes sobrenaturales.

El método científico se basa en la estricta observación de objetos de estudio, de forma reiterada, utilizando referencias anteriores acumuladas a modo de verificación. Lo interesante del método científico es su capacidad para relativizar sus propios descubrimientos, sometiendo cada hallazgo a un escrutinio implacable que no se rinde ni se frena por consideraciones algunas.

Esto último, aleja a la ciencia de la ideología que, en un sentido crítico, utiliza un mecanismo de ocultación o deformación de la realidad destinado a legitimar ciertas relaciones sociales, políticas y por supuesto, religiosas.

Hay quienes alegan que la ciencia es también ideología, amparándose en que todo ejercicio intelectual es “ideológico”, porque depende de la intervención de nuestras construcciones conceptuales. Esa alegación es un error epistemológico. La ciencia se apoya en la objetividad, coherente y verosímil. La objetividad implica referencia a la existencia de un mundo independiente de los sentimientos o percepciones del sujeto.

De hecho, el método científico es un instrumento regulador, si se quiere. Ese principio regulador implica una revisión crítica de sus hallazgos. Dicho de otro modo, la ciencia es un ejercicio que plantea probabilidades, no formula dogmas.

Pero esas probabilidades, producto del rigor científico, nos ofrecen la certeza del camino, hacia un nuevo y acumulativo conocimiento POR OBSERVACIÓN, no por idealización creativa.

“Dios”, con todos sus nombres posibles, no es un objeto orgánicamente observable. Ninguno de nuestros cinco sentidos ha servido para captar siquiera un indicio de su existencia. Parece que existe como abstracción poética, y como mecanismo de sublimación del miedo a la enfermedad, la soledad y la muerte.

El problema fundamental de la creencia en “Dios”, aún sobre su propia improbabilidad, es su institucionalización religiosa. Ciertamente, nuestras sociedades han colocado a iglesias y congregaciones proselitistas en posiciones hegemónicas, permitiendo ejercer el rol de “influencers” de las costumbres y tradiciones, la educación, el arte y el derecho.

Dicho rol ha logrado perpetuarse, a pesar de la evolución del conocimiento humano, a través de una de las estratagemas mejor diseñadas en la historia política: la separación de iglesia y estado.

Esa “separación” constitucional, representa un contrato que pretende regular la acción de dos poderes con igual validación social: el poder “espiritual” y el poder “temporal”. Esa validación, sin embargo, es de naturaleza religiosa, al reconocer una dimensión distinta a la natural (“temporal”) en el ejercicio del poder.

Podría argumentarse que muchas leyes del Estado contravienen esa influencia religiosa, pero no lo es por virtud de esa “separación”, sino como consecuencia del avance del discernimiento racional impulsado por la ciencia.

El desciframiento del código genético, el descubrimiento del “bosón de Higgs” o “partícula de Dios”, la avanzada de la ciencia genética y el planteamiento psicosexual de género han minado las columnas teológicas de las iglesias y de la religión institucionalizada. La consigna desesperada es buscar adaptar sus credos a la imparable revelación de “misterios” provocada por la ciencia.

La fe es un argumento cansado, contranatural. La pretensión de rehuir de la crisis teológica de sus instituciones mediante la arbitrariedad intelectual de sus credos parece perder su poder de persuasión.

No es casual la estrategia proselitista de cazar conciencias desinformadas, alimentando el miedo a la desposesión, la enfermedad, la soledad y la muerte. Es de todos conocida la estrategia de reclutamiento del extremismo islámico, asociando a Alá con sus objetivos militares de control político en el Medio Oriente.

Un estudio del consorcio internacional WIN/GIA ha presentado estadísticas muy elocuentes sobre lo que parece un declive global de la religión. En el escalafón mundial de personas identificadas como ateas convencidas, China lidera la estadística con un 49.9% de la población. Japón y la República Checa le siguen con cerca de un 39% de sus ciudadanos. Una quinta parte de la población francesa es atea, seguida muy de cerca por Australia. En Islandia se repite la estadística francesa, con una quinta parte de la población. Interesantemente, 0.0% de jóvenes islandeses, menores de 25 años, creen que Dios creó el mundo. Según estadísticas de 2010 del Instituto Nacional de Estadística y Geografía de México, país católico tradicionalista, un 4.9% de la población es atea, comparado con apenas un 0,6% en el 1960 y 3.5% en el año 2000

Pocos saben que, en su último año como presidente, Barack Obama impulsó una enmienda para redefinir el alcance del principio constitucional de libertad de culto, extendiendo su protección al no creyente. No solo reconoció la importante aportación de ateos y agnósticos al desarrollo social, cultural y científico de Estados Unidos, sino que estableció las bases para una mejor convivencia ciudadana entre creyentes y no creyentes.

Una nueva era sin lastres supersticiosos se abre paso en nuestras sociedades. “Dios” se sigue quedando sin pruebas.

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