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Así inventó la Alt-Right la existencia de peligrosos guetos salafistas suecos para criminalizar a los inmigrantes

Visitamos varios ‘peligrosos barrios salafistas’ de la periferia de Estocolmo. La extrema derecha española se sube también al carro apocalíptico de las ‘no-go zones’ escandinavas mientras se derrumba el mito de la hospitalidad sueca.

Sucedió en febrero de este año durante un acto electoral de Donald Trump en el estado de Florida. De un modo vehemente, casi iracundo, el entonces candidato a la presidencia de los Estados Unidos de América intentó y logró caldear a su auditorio defendiendo a gritos desde su tribuna la necesidad de prohibir la entrada de refugiados procedentes de países musulmanes. “Hemos de mantener nuestro país seguro”, voceaba Trump a sus simpatizantes casi en tono de bronca, para añadir, a renglón seguido, mientras extendía los brazos con ademán mesiánico: “Mirad, si no, lo que está pasando en Alemania o mejor echad un vistazo a lo que ocurrió la pasada noche en Suecia. Sí, Suecia, ¿quién podría creerlo? Aceptaron grandes cantidades [de extranjeros] y ahora están teniendo problemas que jamás creyeron posibles”.

La observación de Trump era tan habitual en sus intervenciones electorales que jamás hubiera sido recordada de no ser por un pequeño detalle: el supuesto atentado cometido aquellos días en Suecia según el candidato republicano jamás tuvo lugar. Ningún grupo terrorista musulmán había cometido un acto terrorista en ese país escandinavo. Puestos a especular, los analistas norteamericanos que seguían la campaña supusieron que la imbecilidad presidencial había tenido su origen en una entrevista de la Fox al productor Ami Horowitz, en cuyo último documental vinculaba el incremento de la tasa de criminalidad en Suecia a la supuesta política de puertas abiertas de los socialdemócratas escandinavos. En realidad, Trump se había limitado a seguir a pies juntillas cierta estrategia de populares medios de la Alt-Right como Breitbart, consistente, entre otras cosas, en referirse machaconamente a Suecia como paradigma de un paraíso occidental y blanco destruido por el “buenismo”, la “multiculturalidad” y la apertura de sus fronteras a refugiados y trabajadores extranjeros.

Refritando mentiras

Entre las mentiras probadas más frecuentadas y reiteradamente propagadas por la internacional fascista y los supremacistas blancos se hallaba la afirmación de que en las periferias de las principales ciudades del país habían surgido tenebrosos guetos salafistas donde ni siquiera la policía se atrevía a entrar con sus patrullas. A remolque de las falacias extendidas por Breitbart y otros poderosos medios ultraconservadores, cientos de blogs, gacetas y gacetillas de orientación islamófoba y xenófoba refritaban las mentiras extendidas por la red y hacían suyos los fakes de Trump y otros grupúsculos de nazis para describir espacios urbanos degradados y sin más ley que la Sharia y la voluntad de millares de inmigrantes, ahora equiparados a terroristas y rateros. Tan sólo en Suecia se hablaba de la existencia de más de cincuenta de estas ‘no-go zones’, denominación inglesa que en traducción libre viene a significar “zonas de no-vayas”.

A juzgar por las apocalípticas postales pergeñadas por todos estos medios de inspiración racista -también los españoles se han subido a este carro-, barrios de la periferia de Estocolmo como Husby o Rinkeby o ciertas áreas como Aledheim o Erzboda -situadas en los arrabales de poblaciones como Umea- son espacios impenetrables poblados por narcotraficantes, violadores musulmanes, criminales africanos y terroristas salafistas que están a punto de poner en jaque a la civilización occidental, a la civilización a secas. Casi ninguno de esos diarios digitales envió reporteros hasta esos lugares, pero sus mentiras -insidiosas, intrigantes y capciosas- se impusieron sin problemas por repetición en eso que algunos han dado en llamar la “era periodística de la post-verdad” gracias a los espaldarazos mediáticos de adalides del ‘fake’ como el propio Donald Trump, gran jefe troll de los supremacistas blancos. Es en este contexto en el que un equipo de periodistas de Público ha viajado sobre el terreno para visitar varias de estas zonas de ‘no-vayas’ y tratar de hallar las claves de su conflictividad social.

Coches ardiendo

Hemos llegado poco después del mediodía hasta uno de esos supuestos barrios peligrosos de la periferia de Estocolmo, enteramente poblados, según Breibart, por ceñudos radicales salafistas del llamado club del odio y por delincuentes africanos. Es un día brumoso y frío -otro más- pero el patio al que se abre la boca principal del metro de Husby se halla atestado de varones jóvenes de inequívoco aspecto árabe. “¿Qué diablos hacéis con esa cámara?”, nos aborda en inglés un argelino mientras le suelta un puñetazo al parasol del objetivo.

Además de mercachifles magrebíes, hay un puñado de camellos a los que no le hace gracia alguna que alguien les registre en vídeo. Un sirio sale a nuestro paso: “Son españoles”, grita, por este mismo orden, en castellano y árabe, como si ese fuera el santo y seña que nos abrirá las puertas del suburbio. Odian a los periodistas igual o más que a los ‘maderos’.

Ahmed, el sirio, vivió quince años en Valencia, antes de que la crisis lo empujara a moverse a Escandinavia, donde conoció a la chica somalí que se convirtió en su novia y que ahora se ofrece, junto a él, a mostrarnos la barriada. Un puñado de altos edificios cenicientos se alinean como ‘jrusovas’ a ambos lados de las estrechas calles rectílineas. Ambos sonríen con sorna cuando hacemos mención a la supuesta peligrosidad de Husby. “La gente está enfadada”, nos dice nuestro guía. “Yo llevo aquí tres años y aún no he conseguido encontrar un empleo”. Es mejor no preguntar cómo sobrevive mientras tanto.

Al cabo de un minuto, se detiene junto a un banco y añade sin dejar de sonreir con socarronería: “¿Peligroso? ¿Qué sé yo? Eso dicen los periódicos y nosotros, de algún modo, hemos seguido el juego. El miedo es libre, compañeros. ¿Cómo os sentís vosotros?”.

Cuando nos alejamos, escuchamos a nuestras espaldas a un par de muchachos árabes -adolescentes, casi- negociando con dos suecos de fenotipo escandinavo el precio de una ‘pasti’ de metanfetamina. ‘Por diez pavos tienes una’, nos aclara Ahmed como si adivinara la pregunta ausente. Sobre esas mismas calles de aspecto soviético por las que hemos caminado ardieron en mayo de 2013 centenares de coches, en la que fue una de las algaradas más sonadas de la historia reciente del país. Varios miles de inmigrantes y suecos de origen extranjero tomaron literalmente durante varios días barrios enteros como Husby y Rinkeby, mientras la Extrema Derecha se frotaba las manos ante semejante cantidad de argumentos incriminatorios con los que extender sus prejuicios islamófobos y racistas.

Una turbulencia humana

No fueron protestas alentadas por una formación política, ni ataques contra el sistema concebidos en las ‘diabólicas’ catacumbas anarquistas. No hubo ensayos previos, ni un guión en la sombra, ni manifestaciones, ni manifiestos, ni un discurso ordenado que articulara el odio que esos suecos de tercera vomitaron a sus perplejos compatriotas.

Fue una especie de asonada, una turbulencia humana. Los inmigrantes se parapetaron tras improvisadas barricadas y se enfrentaron a la policía mientras hacían arder cuanto encontraban a su paso. Luego se supo que algunos reporteros suecos pagaron a los jóvenes por los vídeos de los vehículos en llamas (¿acaso no alentaron de ese modo los ataques?). Uno de los principales diarios progresistas de Estocolmo se preguntaba aquellos días por la causa de lo que pomposamente vino a bautizarse como el fracaso del proyecto multicultural de los ingenieros sociales suecos. La Prensa conservadora británica -tan cercana siempre a los ‘scandies’- aún fue algo más allá cuando venía a insinuar en sus editoriales: “Si les sucede esto a los suecos [que son altos, rubios y perfectos, se sobreentendía], ¿qué nos va a suceder a los demás?”.

Aquellos coches calcinados terminaron siendo la noticia para el grueso de los medios suecos y europeos, de igual forma que las crónicas periodísticas de las protestas españolas de aquellas mismas fechas se concentraban en el número de detenidos por los anti disturbios y en la cuantía de los daños provocados por los indignados. De lo que no se dijo nada fue del brutal racismo estructural de la policía sueca y de buena parte de su sociedad, en un momento en que un partido de orígenes abiertamente nazis -el liderado por Jimmy Akeson- se había convertido en la tercera formación más votada del país. Identificaciones por perfil racial en el metro de Estocolmo; agresiones a niños refugiados por parte de delincuentes de grupúsculos como el Movimiento de Resistencia Sueco; denuncias archivadas de agresiones policiales a inmigrantes, acoso a los extranjeros, elaboración de bases de datos de niños gitanos de origen rumano… Aquello era demasiado inconveniente y demasiado abstracto. Tuvieron que pasar también varias semanas para que se descubriera que el detonante de la revuelta en Husby fue el asesinato de un inmigrante portugués al que la policía abatió a disparos.

Asesinado por la policía

Con la ayuda de Ahmed hemos dado con la vivienda donde vive su viuda y llamamos a sus puertas. No lograremos que la mujer del portugués nos abra, pero durante más de dos minutos sentimos su respiración nerviosa al otro lado del umbral… “Está aterrada”, dice Ahmed. “Si quieres algo peligroso aquí investiga a los maderos. Pregunta a los muchachos cuántos de ellos han sido abandonados sin zapatos a veinte grados bajo cero y en medio de la noche”. En su opinión es más que cierto que barriadas como Husby se asemejan a lugares casi en guerra, claro que a juzgar por su experiencia, Husby no es en realidad una de esas ‘no-go zones’, sino un reducto de outsiders desesperados a punto de explotar en los aledaños del opulento Estocolmo.

La tasa de desempleo de Husby o Riskeby supera el ochenta por ciento y buena parte de sus habitantes -suecos de nacimiento- han crecido de espaldas a su país de acogida, lo que, según Ahmed, podría explicar de alguna forma al menos parcialmente todos esos coches calcinados, en conjunción con el hecho probado de que los suecos de origen extranjero tienen serias dificultades para ser aceptados como ciudadanos de pleno derecho. Un médico sueco de origen armenio entrevistado por nuestro equipo en Erzboda (Umea) nos asegura que fue identificado cuatro veces por la policía en el metro durante su última visita a Estocolmo debido, en su opinión, a que carece de un inequívoco aspecto escandinavo. “Son justamente estos hechos los que te llevan a preguntarte si en verdad formas parte de este país”.

Para el periodista Aaron Israelson, director de la revista Faktum, no hay duda de que muchos inmigrantes o hijos de inmigrantes “viven de facto en un estado policial apadrinado por el silencio cómplice de los ciudadanos. La gente no sólo está siendo víctima de la brutalidad y el acoso policial en nuestras calles, sino que está también siendo deportada y enviada de vuelta a una muerte, una tortura o una persecución segura […]. Hay una xenofobia típicamente sueca que induce a pensar a sus ciudadanos que son amigables con los extranjeros mientras se les llena la boca con su superioridad moral”.

Alis y Mustafas

¿Qué hay de cierto, entonces, en todas esas afirmaciones realizadas por la Alt-Right acerca de la relación directamente proporcional que existe en Suecia entre el incremento de las violaciones o el índice de delitos y la inmigración? Que esta vinculación directa -uno de los argumentos preferidos de los nacionalistas- haya sido denunciada por policías como Peter Springare no significa en ningún caso que esa sea la posición oficial de su gobierno, ni que los datos oficiales confirmen semejante juicio. El caso de Springare fue sonado porque se descolgó hace varios meses en su página de Facebook con unas controvertidas declaraciones que suscitaron reacciones antagónicas.

Según aseguraba este policía de Örebro a las puertas de su jubilación, todas sus hojas de atestados relacionados con robos, asaltos, agresiones y violaciones estaban casi siempre encabezadas por Alis y Mustafás. “Aquí voy -decía en las redes sociales-. Estos son los casos que he tenido entre manos desde el lunes al viernes esta semana. Violacion, violación, robo, asalto con agravante, asalto-violación y violación, extorsión, chantaje, asalto, violencia contra la policía, amenazas a la policía, crímenes relacionados con las drogas, drogas, felonía, intento de asesinato, violación de nuevo, extorsión otra vez… Y en cuanto a los perpetradores sospechosos: Alí Mohammed, Mahmod, Mohammed, Mohammed Alí, otra vez, otra vez, otra vez, Christopher… ¿qué? ¿puede ser? Sí, un nombre sueco a punto de cometer un delito relacionado con las drogas. Mohammed, Mahmod Alí, otra vez y otra vez”.

Las acusaciones formuladas por Springare fueron recibidas con entusiasmo por Pegida, los ultraconservadores, las formaciones racistas y no pocos de sus compañeros policías, para quienes la corrección política de los gobiernos socialdemócratas y buena parte de la ciudadanía era un muro insalvable contra el que se estrellaba cualquier intento de denunciar lo que ocurría. Algunas organizaciones suecas publicaron, entre tanto, en Internet un listado detallado de todos los autores de delitos sexuales cometidos en Suecia durante los últimos años, de acuerdo al cual al menos un 58 por ciento de los casos juzgados por tribunales del país tenían por sospechosos a no suecos. Al amparo de datos como este, varios partidos ultraconservadores de todo el entorno escandinavo han ganado votos y adhesiones, cerrando filas en torno a la idea común de que los inmigrantes y los refugiados no llegan al norte de Europa huyendo de la pobreza y de la guerra, sino con la intención de vampirizar los recursos de sus no tan opulentos estados de bienestar, extender el salafismo y sembrar el caos y la inestabilidad.

Desmontando las mentiras de la ‘Alt-Right’

De manera inmediata, el Gobierno sueco se apresuró a desmentir que semejante relación directa entre inmigración y criminalidad estuviera sustentada. Pero lo hizo con datos, antes que con apreciaciones subjetivas o impresiones sostenidas sobre experiencias personales.

El informe de las autoridades suecas -actualizado a principios de este mes- no dejaba lugar para la duda. En primer lugar, el Gobierno recordaba que el único ataque terrorista conocido que ha tenido lugar en el país acaeció en 2010. Por el contrario, permanecen sin esclarecer ni los autores ni las causas del atentado que causó las muertes de cinco personas en la estación central de Estocolmo, el pasado mes de abril. El Ministerio de Asuntos Exteriores sueco niega igualmente que sea cierto que se haya producido un incremento en la violencia con armas de fuego. De hecho, ésta se ha reducido durante los últimos veinte años, aunque sea otra la percepción que los ciudadanos tienen. Es cierto, por el contrario, que han aumentado las violaciones, pero también lo es que se han ampliado los supuestos legales de crímenes sexuales.

Dos estudios realizados a instancias del Consejo para la Prevención del crimen demostraban, asimismo, que el grueso de los autores de delitos eran delincuentes nacidos en Suecia, con padre y madre suecos. La inmensa mayoría de los habitantes del país con origen extranjero jamás habían cometido ni un solo delito. Otras investigaciones admitían que personas con raíces foráneas estaban asociadas a delitos al menos dos y media veces más que los nativos de origen puramente escandinavo, claro que este fenómeno puede explicarse fácilmente cuando se pone sobre la mesa el hecho cierto de que los ingresos de sus familias y su situación económica es muchas veces peor que la de los suecos raciales. En otras palabras, es lógico que la tasa de delincuencia sea superior entre la población más pobre, lo que en ningún caso justifica la criminalización de estos sectores de población más desfavorecidos.

No hay invasión salafista

Ni la inmigración ha situado al país al borde del colapso económico, ni los musulmanes van camino de convertirse en mayoría, ni existen las llamadas ‘no-go zones’, tan mentadas por los medios conservadores desde que un periodista local del Svenska Dagbladet acuñó su nombre. Un informe publicado el mes pasado por la Autoridad Policial Sueca identificó a lo largo del país 61 zonas con unas tasas de delincuencia e inseguridad creciente, de las cuales 23 eran “particularmente vulnerables”. Textualmente, el informe aseguraba que era rigurosamente falso que la policía hubiera perdido el control sobre ellas y menos todavía, que no patrullara por sus calles.

Cierto es que muchas de estas zonas conflictivas estaban mayoritariamente habitadas por inmigrantes, pero ello se debía a un “conjunto de causas complejas”. Entre otras, el fracaso del Gobierno y de la sociedad sueca a la hora de incorporar a los recién llegados como ciudadanos de pleno derecho. Las elevadas tasas de desempleo y las dificultades que los recién llegados tienen para acceder a puestos de trabajo podrían explicar también muchas de las disfunciones sociales que los ultranacionalistas atribuyen a una especie de determinismo racial. En realidad, ni una sola de las aseveraciones a las que la ‘Alt-Right’ se aferra para denunciar el infierno de la inmigración se sostiene sobre datos precisos.

En el ambiente persiste la duda de si es la llegada de inmigrantes -la tasa de población extranjera no es sustancialmente mayor a la de otros países como España- la que ha provocado la animadversión de ciertos sectores de la sociedad sueca o es ésta la que, a diferencia de lo sucedido en países como España, ha ‘sobrereaccionado’ y terminado por hacer suyas las falacias de los partidos ultranacionalistas y ultraconservadores que han cobrado pujanza en todo el entorno anglosajón, germánico y, especialmente, escandinavo. El mito de la Suecia tolerante y acogedora se ha derrumbado definitivamente.

Brutalidad policial

Por otro lado, las denuncias contra las actitudes racistas de la policía se siguen produciendo y son varios, por ejemplo, los casos de españoles que han sido víctimas de arbitrariedades y acoso. Uno de los más sonados fue el del andaluz Javier Gómez Torres. Tal y como denunció este diario en enero de 2015, agentes de policía de Umeå registraron la vivienda de este malagueño de 40 años en busca de drogas y lo trasladaron sin motivo para interrogarlo a comisaría, donde estuvo retenido durante varias horas. Gómez había emigrado a Umeå en 2013 para trabajar en una pizzería propiedad de un iraní vinculado a su familia. Ni tomaba drogas, ni menos todavía las comercializaba.

Decenas de denuncias semejantes han sido cursadas en esta misma ciudad contra las fuerzas de seguridad por parte de otros inmigrantes y de ciudadanos suecos. Según admite el departamento de Asuntos Internos de la policía local, ni una sola ha sido admitida a trámite por Estocolmo hasta la fecha. Y ello, a pesar de que existen numerosos testimonios y evidencias del hostigamiento y las agresiones a la que han sido sometidos no pocos extranjeros sin recursos. En otros lugares, los inmigrantes denuncian que el acoso es sistemático. No hay duda alguna de que la antaño hospitalaria Suecia se ha convertido hoy en el escenario de múltiples conflictos. Sobre los arrabales de sus grandes ciudades se enfrentan actualmente la intolerancia y la pobreza.

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