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La abogada de Dios: Karen Armstrong premiada con el Princesa de Asturias de Ciencias Sociales

Karen Armstrong firme defensora de la existencia de Dios, se ha destacado por su lucha contra el ateísmo moderno y porque los Estados hagan una especie de corresponsabilidad con las, segun ella, benéficas religiones. Considera el laicismo como un mal anacrónico que no ha sido liberador y que es responsable del yihadismo.

Traemos algunos artículos sobre ella:

La abogada de Dios

por Fernando Bermejo Rubio

El propósito de su libro (En defensa de Dios) de la prolífica ex monja católica y sedicente «monoteísta freelance» es ambicioso, como muestra ya la combinación de título y subtítulo. Lejos de ser un tratado a favor de la existencia de Dios –que la autora presupone–, pretende constituir una respuesta a las críticas a la religión formulada por los «nuevos ateos» (y, de paso, a los fundamentalistas religiosos de toda índole).

Los traductores Agustín López y María Tabuyo han hecho un buen trabajo. Pocos lapsus son detectables –la mención del siglo XVII en lugar del VII (p. 62), la versión de una cifra errónea de musulmanes (p. 333) o la del adjetivo «superhuman» por el sustantivo «superhombre» (p. 337)–, pero debe tenerse en cuenta que hay diversos errores ya en el texto original, varios de los cuales han sido subsanados en la versión castellana.

Nos hallamos ante un libro de tesis: la religión en su forma tradicional –en diferentes culturas, ya desde las cavernas de Lascaux– habría estado caracterizada por una intuición que se ha perdido y debería ser recuperada: el único modo de acceder al Dios trascendente e irreductible a los esfuerzos humanos por aprehenderlo («El Dios desconocido» se titula la primera parte del libro) es mediante una forma de vida que consiste en el cultivo de una praxis exigente y disciplinada y permite un modo diferente de consciencia, una forma especialmente sutil y profunda de experimentar la realidad. Según Armstrong, en algún momento de la modernidad («el Dios moderno» es el título de la segunda parte) se habría producido una perversión de esa concepción: la conversión de la religión en un asunto de creencia, de tal modo que el asentimiento a ciertos dogmas, y no la praxis, determinaría el valor de la adhesión. En esta concepción –juzgada como reduccionista y errónea– de la religión como un conjunto de postulados sobre la naturaleza de Dios, el mundo y el ser humano coincidirían tanto los creyentes como los ateos modernos.

Lo dicho permite entrever que el libro no es una obra de historia o filosofía, sino de teología; está destinado a rescatar la idea de Dios tanto de sus denigradores como de los más ardientes –en ocasiones, literalmente– fundamentalistas, de tal modo que sustrae la religión a toda posible crítica. La autora sugiere además que el ateísmo es algo llamado a ser superado (pp. 349 y ss., y passim). Todo esto resulta sospechoso en alguien que no se presenta como teóloga, sino como historiadora de las religiones.

Un problema es que la división de Armstrong entre dos visiones de la divinidad y la religión («premoderna» y «moderna») es insostenible. De hecho, las creencias tienden a justificar ciertas praxis, y éstas presuponen a su vez un conjunto de creencias. Las religiones han ofrecido siempre mito, ritual y simbolismo, pero también postulados concretos (verbigracia, que Jesús es Dios encarnado, que murió por los pecados de la humanidad y resucitó de entre los muertos, o que la Eucaristía es realmente su sangre y carne). Así pues, que la religión es (también) un asunto de creencia no es una mala interpretación de sus críticos o de los fundamentalistas, sino un hecho. La misma autora debe reconocer que la obsesión por la ortodoxia es un rasgo del cristianismo antiguo (p. 128).

Otro problema es el uso constante de juicios de valor, identificando la autora ad libitum «religión» con «religión genuina», y ésta con una experiencia máximamente humanizadora (pp. 33-34), calificando lo que no le gusta como idolatría o aberración. Sin embargo, si la religión no es el súmmum de los males que pretende el anticlerical, tampoco es la panacea que ofrece el teólogo sofisticado. Armstrong acusa a los fundamentalistas de leer la Biblia selectivamente, pero no sólo ella hace lo mismo (ignorando, por ejemplo, lo que en la predicación de Jesús hay de violento y agresivo), sino que no puede evitar reconocer la violencia del Apocalipsis, el Deuteronomio o de ciertas aleyas del Corán (p. 327).

De hecho, el libro abunda en generalizaciones injustificadas y fácilmente refutables, como la de que «hasta comienzos de la época moderna nadie leyó una cosmología como un relato literal de los orígenes de la existencia» (p. 39). La erudición y la imparcialidad de la autora no siempre son sólidas: Armstrong denuncia, con razón, la falta de fundamento de algunos mitos pertinaces –como el de la incompetencia del obispo Wilberforce en su disputa con Huxley–, pero en su intento por armonizar religión y razón perpetúa otros de naturaleza apologética, como cuando pone en el mismo plano de intolerancia a Galileo y a los eclesiásticos que lo censuraron (pp. 211-214). La ligereza del tratamiento puede comprobarse en este caso leyendo la monografía Talento y poder de Antonio Beltrán.

En realidad, no sólo no es cierto que las críticas de los «nuevos ateos» sean tan ingenuas y superficiales como la autora pretende, sino que no resulta tranquilizador que Armstrong, que reconoce la existencia de otros ateos más sutiles (Daniel Dennett, pero también otros como Comte-Sponville, a quienes no cita), no afronte sus críticas. Tal ausencia traiciona cierta carencia de hondura intelectual, y pone en cuestión incluso la honradez del enfoque. Esto se hace aún más perceptible en la acusación a los «nuevos ateos» de que «no muestran ningún anhelo por un mundo mejor» (p. 340). Lo cierto es que, por ejemplo, la obra crítica de Richard Dawkins revela una profunda preocupación por el sufrimiento humano.

Para alguien que presume de unir rigor intelectual y fuerza moral, los resultados dejan bastante que desear. Un libro como éste puede, sin duda, proporcionar materia de reflexión sobre los temas que aborda, pero la fragilidad de su defensa de la religión –que aquí no hemos podido sino esbozar grosso modo– no se le escapará al lector crítico.


Qué ha premiado el Princesa de Asturias de Ciencias Sociales en Karen Armstrong

ABC

Karen Armstrong es una convincente abogada defensora de la religión. Frente al combativo avance del nuevo ateísmo y el peligroso crecimiento del integrismo, Armstrong considera que la religión puede ser un eficaz instrumento de paz y convivencia. Precisamente en su último trabajo, Campos de Sangre, atacaba la asentada idea de que violencia y fe son dos fenómenos estrechamente relacionados a lo largo de la historia. Para esta estudiosa británica, la compasión es el nexo de unión entre las diferentes religiones, como recuerda en su personal propuesta Doce pasos hacia una vida compasiva, donde pretende resucitar la Regla de Oro ética que está en el corazón de la experiencia religiosa: «Haz a los demás lo querrías que te hicieran a ti».

Probó la vida religiosa como novicia en un convento católico en su juventud, sin embargo, no creyó que aquel camino fuera para ella. La historia comparada de las religiones se convirtió en su verdadera vocación, un campo que le fascinó durante la elaboración de un documental televisivo sobre san Pablo. Probablemente no haya objeto de estudio más elusivo que el de la religión, pero no ha tenido miedo de enfrentarse a este desafío intelectual. Con más de una veintena de obras a sus espaldas, la bibliografía de Armstrong nos ofrece una mirada caleidoscópica a la historia religiosa de la humanidad. Ha recorrido las vidas de figuras centrales, como Mahoma o Buda; ha leído la Biblia desde su propia historia; ha cartografiado la ciudad santa de Jerusalén; ha denunciado los riesgos del fundamentalismo; e, incluso, ha defendido a Dios en un trabajo que pretendía desentrañar el sentido de la religión.

El Princesa de Asturias de Ciencias Sociales ha premiado a una investigadora que pretende recoger las enseñanzas de las tradiciones religiosas para buscar el bien común. Eso sí, en ocasiones, su papel protector hace que obvie o minimice algunos aspectos no tan positivos de la religiosidad. Pese a las pegas que se le puedan poner, la lectura de cualquier trabajo de Armstrong nos sumerge en un viaje provocativo. Podríamos aprovechar la oportunidad que nos ofrece este galardón reflexionar, con seriedad, sobre el hecho religioso.


Karen Armstrong: la autora que achaca la violencia yihadista al colonialismo occidental

ABC

No todo son simpatías hacia la figura de Karen Armstrong, galardonada con el premio Princesa de Asturias de Ciencia Sociales 2017, y que es contestada por algunos intelectuales anglosajones como una figura paradigmática de los excesos de la «corrección política», que a veces habría incurrido en el antisemitismo y que viene a presentar la violencia terrorista yihadista como el fruto de una reacción al colonialismo occidental que intentó imponer el secularismo a la fuerza en los países musulmanes.

Tampoco es buena su relación con el catolicismo. Ella misma lo reconoció en una entrevista de un modo muy explícito: «Los católicos me odian. Me envían excrementos por correo». Tras siete años como monja, Armstrong, inglesa de ascendencia irlandesa que dejó su orden siendo estudiante de literatura en Oxford, publicó un libro muy crítico con su experiencia conventual y con el catolicismo, en el que denunciaba abusos físicos y psicológicos.

Sus detractores más extremistas y agresivos han llegado a acusarla de hacer una «apología religiosa del fundamentalismo islámico», lo cual parece una acusación excesiva. Lo que sí hace Armstrong es sus obras es relacionar el auge del fundamentalismo con el intento de Occidente de implantar por la fuerza su secularismo y la separación de religión y política. «En muchas partes del mundo el secularismo no ha sido liberador», escribió en uno de sus artículos en el diario pro laborista «The Guardian». «Cuando el secularismo se aplicó a la fuerza provocó una reacción fundamentalista».

La pensadora, conferenciante, autora de documentales e historiadora de las religiones ha señalado también que «la yihad aparece cuarenta veces citada en el Corán, pero solo diez referida a la guerra. La yihad es también mejora personal y compartir con los pobres». La nueva premio Princesa de Asturias ha comparado a Mahoma con Gandhi. Elogia el «mensaje de paz» del profeta, que a su juicio fue más un diplomático que un guerrero, faceta a la que le forzaron las circunstancias de su tiempo.

Armstrong recuerda que a Europa le llevó «tres siglos» separar religión y Estado tras una terribles y sangrientas guerras de fe entre católicos y protestantes. Asegura que entre los siglos XVI y XVIII las guerras religiosas cristianas en el centro de Europa «mataron al 35% de la población».

Sus comentarios sobre la violencia indiscriminada del Daesh suenan un tanto chirriantes cuando se acaba de producir el asesinato de veintidós jóvenes que asistían a un concierto en Mánchester, o en el día en que en Kabul un camión-bomba yihadista ha matado a ochenta personas: «Cuando miramos con horror la farsa de Estado Islámico sería sabio reconocer que la violencia bárbara puede ser, al menos en parte, el producto de las políticas guiadas por nuestro desdén». También advierte que «la historia muestra que los movimientos fundamentalistas cuando se ven atacados se vuelven más extremistas».


Karen Armstrong, profeta contra el choque de las religiones

Juan G. Bedoya    El País

Que Dios existe es un rumor inmortal que ha acompañado siempre a la humanidad. Tomo la idea del filósofo católico alemán Robert Spaemann, que dedicó muchos libros al tema, y del teólogo español Olegario González de Cardedal. Para este, semejante rumor es tanto afirmación de una convicción como expresión de una esperanza. Lo dice porque, en la estela de Epicuro, muchas veces el dolor, las injusticias, las tragedias a que está sometido el hombre, hacen dudar de la existencia del Dios que predican los teólogos de todas las religiones como un ente de suma bondad y total omnipotencia.

Cada día se publican libros sobre el tema, aunque la mayoría, más que sobre Dios y los otros dioses, los firman pensadores de la religión en relación con la política, el poder, el dinero, el dolor, la violencia, la moral, la verdad, la mentira, la vida… Los hay descreídos o ateos. Son los más leídos, muchas veces. La lista en las últimas décadas es larga y sonada, empezando por el más clásico de todos, Bertrand Russell (Por qué no soy cristiano), denostado como el Voltaire del siglo XX (gran piropo para él). Figuras de moda del pensamiento ateo o irreligioso son también Richard Dawkins (El espejismo de Dios), Christopher Hitchens (Dios no es bueno), Michel Onfray (Tratado de ateología) y en España Gonzalo Puente Ojea, fallecido el año pasado (Elogio del Ateísmo, y La religión ¡vaya timo!).Enfrente se alzan decenas de miles de teólogos ortodoxos en todas las religiones, defendiendo la tradición como si vivieran en una fortaleza sitiada. Muchos de ellos lo hacen con una radicalidad que se ha vuelto peligrosa. Lo llamamos fundamentalismo religioso. Karen Armstrong ha dedicado al tema algunos de sus mejores libros, el último, de hace apenas dos años, un clamor en la conciencia de los poderosos. Lo tituló Campos de sangre, publicado en España por Paidós. Como muchas de sus obras, se trata de una monumental recopilación y ordenación de datos sobre las relaciones entre violencia, política y religión, un tríptico al que Miguel Ángel Bastenier, que hizo la crítica en EL PAIS para Babelia, añadió un cuarto elemento: la guerra, desde sus más o menos remotos comienzos hasta la actualidad.

Karen Armstrong no es la única, pero sí probablemente la mejor historiadora de las religiones en documentar cómo religión y política nacen indisolublemente unidas desde los comienzos del tiempo histórico, y cómo todas las doctrinas, religiosas o profanas, llevan implícitas semillas de dogmatismo, intolerancia y violencia. Llamada a ser monja de jovencita, dejó la vocación por el camino, pero no su enorme curiosidad sobre el comportamiento de las religiones, que en su país de origen, Irlanda, dejaban (y dejan) mucho que desear. De aquellas experiencias y de su mucha sabiduría se deduce su compromiso con el grupo de expertos que creó la Alianza de Civilizaciones en la ONU, y el hecho de que no pocos de sus 25 libros sobre la religión sean historias académicas en busca del sentido común de la humanidad. En eso se parece a otro de los grandes pensadores del siglo, el teólogo e historiador suizo alemán Hans Küng, con quien compitió, o casi, con la publicación de una historia del Islam que deberían leer los políticos del todo el mundo.

Karen Armstrong escribió dos: El Islam y Mahoma: biografía del profeta, donde se esfuerza en un empeño que ahora resulta imposible: en desmontar la idea de que el Islam lleva en las entrañas de su fundador el germen de la violencia, una idea que, en todo caso, habría que extender a todas las religiones cuando, una tras otra, se creen únicas verdaderas y, por tanto, superiores y enemigas del resto. La historia criminal del cristianismo ocupa decenas de miles de páginas por esta causa, pero Armstrong, filósofa antes que creyente, rechaza una tesis que se le antoja desoladora: la de que las religiones, más que generar, viven con el recurso a la violencia y que la causa estaría en la naturaleza humana. O sea, el choque de las civilizaciones. No habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones, proclama Küng. Armstrong lo ha subrayado escribiendo numerosas historias.

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