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Por qué la escuela pública debe ser laica

Argentina como Nación eligió tempranamente ser plural y lo evidenció desde su Constitución al rechazar los fueros personales y privilegios, e invitar a los habitantes del mundo de buena voluntad a ser parte sin distinciones de la epopeya de construir un país pacífico y de alta calidad convivencial.

Esa elección nos enorgullece. No somos casualmente plurales, lo hemos elegido. Si bien algunas cosas hicimos bien y otras mal, hay un hilo conductor en la historia nacional que, con matices, siempre ha sostenido esa idea generosa y atractiva: ser un lugar para todos.

Esa elección tiene derivaciones ineludibles, no es posible disfrutar de los beneficios de una sociedad abierta y no asumir la responsabilidad que implica sostener las condiciones que la posibilitan. Gestionar la diversidad tiene sus bemoles, y nunca falta quien quiere imponer su parecer sobre distintos temas de interés público. La pluralidad es un manantial que nos enriquece y al mismo tiempo nos obliga a ser tolerantes.

En materia religiosa, y en el marco de una sociedad crecientemente compleja, el máximo respeto institucional por las diversas posiciones de los ciudadanos lo constituye un Estado laico, que al tiempo que nos permite en espacios específicos (lugares de culto) o en nuestra intimidad llevar adelante las prácticas que deseemos, evita que las expresiones religiosas adquieran un carácter invasivo del espacio público.

La neutralidad implícita en el concepto de laicismo defiende no sólo a los no-creyentes o a los fieles de una religión frente a las expresiones de otra, sino a todos los ciudadanos, porque nos permite modular la intensidad de vida religiosa que queramos tener. No se trata de posiciones mayoritarias frente a otras minoritarias, ni de hurgar raíces históricas y confrontarlas con tendencias novedosas, ni mucho menos de antagonizar entre posiciones de sentido trascendente (real o supuesto) o no; lo que está en juego es un cierto sentido de preservación.

El laicismo al ubicar la cuestión religiosa en la esfera privada, de alguna manera muestra el máximo respeto por las religiones y los posicionamientos religiosos, al liberar a las mismas del escrutinio del Estado, que siempre está cruzado por intereses.

Las religiones son portadoras de visiones del mundo, que más allá de sus intenciones nobles, obviamente son discutibles y ya no en términos abstractos, sino estrictamente prácticos y cotidianos. La sociedad argentina, sin ningún tutelaje específico, supo integrar esas miradas, entre otras cosas porque esas visiones no han dominado toda la escena pública. En sentido contrario, la experiencia occidental contemporánea indica que cada vez que el Estado se compromete en la promoción de las religiones, la sociedad reacciona de modo negativo, lo que abona al descrédito tanto del Estado como de los cultos presuntamente beneficiados.

No es necesario hacer experimento alguno y mucho menos en materia educativa, donde tantas otras deudas debemos saldar. Ponernos a discutir algo que hemos cerrado hace tiempo y que abriría nuevas e innecesarias grietas no parece el ejercicio adecuado para este momento.

Cualquier reflexión que se haga sobre los valores espirituales de nuestros niños y jóvenes, por cierta que pueda ser, no puede conducirnos a pensar un rol estatal en materia religiosa. En cualquier caso, el rol de un Estado laico no es desatenderse de los valores, sino inculcar los pactados por todos en nuestra Constitución y que tienen que ver con la República en su sentido profundo: limitación del poder, transparencia de los actos de gobierno, eliminación de los privilegios, autonomía del individuo y responsabilidad social.

Defender la laicidad, como neutralidad, es una forma de defensa de la pluralidad. El riesgo no son las prácticas religiosas, sino la dominancia religiosa en la vida social.
Por todo eso, y con independencia de las valoraciones que hagamos de los preceptos de cada uno de los cultos, la escuela pública debe ser laica.
No es la espiritualidad lo que está en juego, sino la convivencia.

Fabio Quetglas.  Director de Sociedad y Territorio.

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