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La falsa laicidad del Estado colombiano

Aunque en la Constitución da libertad de creer en lo que quiera, en este país siguen mandando los curas

Hay quienes afirman que la laicidad del Estado colombiano no está del todo clara. Según ellos, si se revisa detenidamente la Constitución de 1991, se podrá notar que no aparece de forma explícita dicha característica puesto que no se menciona ni una sola vez, en toda la Carta Magna, la palabra “laico” ni ninguna de sus derivaciones; además, dicen, el hecho de que en el preámbulo se mencione la palabra “Dios”, da cuenta del carácter confesional del país. No obstante, también hay quienes sostienen que Colombia sí es un estado laico, y que fue precisamente la nueva Constitución política la que vino a modificar muchos de los aspectos en los que la religión tenía un papel preponderante, como en la educación pública, por ejemplo.

Puede que usted, querido lector, se esté preguntando qué es eso de la laicidad; pues Blancarte -un gran estudioso de ese tema a nivel latinoamericano-, dice que es “la transición hacia un régimen social cuyas instituciones políticas se legitiman crecientemente por la soberanía popular y ya no por elementos sagrados o religiosos”; en otras palabras: es cuando la religión deja de influir en los asuntos políticos. Esto, a pesar de lo baladí que pueda sonar para algunos, suele ser una de las características fundamentales de los Estados modernos y desarrollados.

Así pues, si bien es cierto que desde 1991 Colombia ya no cuenta con una religión oficial, para nadie es un secreto la cada vez más constante y acentuada intromisión de algunos sectores religiosos -ahora distintos a la siempre entrometida iglesia católica– en el ámbito político. Y usted se preguntará: “¿qué tiene de malo que la religión se meta en este tipo de asuntos?”. Podríamos preguntarles a los ciudadanos de países como Arabia Saudita: allí las mujeres tienen prohibido ir al médico o salir de compras sin la compañía de un hombre, tampoco pueden conducir automóviles, y ni siquiera tienen el derecho de abrir una cuenta bancaria sin permiso de su marido, y todo porque “la religión” así lo dictamina.

En Colombia no hemos llegado hasta ese punto, o no todavía. Sin embargo, la creciente masificación de las “iglesias de garaje” podría posibilitar que eso eventualmente ocurra. Estas iglesias han generado, poco a poco, una gran cantidad de adeptos, quienes cansados de los rígidos dogmas del catolicismo -y de sus escándalos de pedofilia y corrupción-, encuentran en ellas el lugar ideal para huir de todo el mal que se aprecia cotidianamente en este país: allí pueden ver personas “hablando en lenguas”, contemplan cómo vuelven a caminar los paralíticos, y hasta presencian la expulsión del mismísimo demonio -quien a pesar de tanta oración, logró poseer a alguno de sus feligreses-. Hoy en día este tema de la recristianización de los colombianos se encuentra a la vanguardia de los estudios sobre la religión, los mismos estudios que señalan la alta correlación inversa entre el fanatismo religioso de una persona y su nivel educativo.

Tal vez usted conozca a uno que otro cristiano. Generalmente son muy buenas personas: son amables y agradecidos, siempre están pendientes de los demás y suelen ayudar a los más necesitados. No obstante, hay algunos -muy pocos, pero con mucho peso en su comunidad- que cuando se trata de hablar sobre cuestiones políticas, éticas o morales, dejan de ser esas buenas y amenas personas y se transforman en todo lo contrario: son tercos y obstinados, no escuchan razones, creen ser los poseedores de la verdad absoluta, y todos, menos ellos, somos unos pecadores que debemos arrepentirnos de pensar distinto pues de lo contrario nos será negada la salvación.

Reconozcamos, además, que a esta ínfima pero poderosa porción de cristianos no le basta con autoproclamarse como “los herederos de la verdadera religión” y señalar negativamente a cualquier persona que no promulgue sus mismos dogmas, sino que se cree con el derecho de enseñarle al resto de los colombianos a discernir entre lo bueno y lo malo, mientras movilizan y manipulan a muchos otros cristianos con el ánimo de obtener beneficios que nada tienen que ver con los más necesitados; lo peor de todo es que ante cualquier cuestionamiento o crítica que se les haga, inmediatamente utilizarán sus caballitos de batalla: persecución religiosa y cristianofobia, y con ello no solo evitarán cualquier tipo de discusión racional, sino también aquellas de carácter ético o legal.

Es precisamente bajo este panorama que han tomado tanta fuerza las alianzas político-religiosas en el país, pues los políticos se dieron cuenta que en las iglesias cristianas hay una mina de votos inmensa por explotar, mientras que los pastores descubrieron en el ámbito político una nueva forma de aumentar considerablemente sus ganancias; en ambos casos, lo único que tienen que hacer es lo mismo que han hecho siempre: jugar con las esperanzas de la gente. Un ejemplo claro de ello lo pudimos apreciar en el resultado final del plebiscito a finales del año pasado, pues para nadie es un secreto que allí los movimientos religiosos jugaron un papel más que determinante al inclinar la balanza hacia el sector uribista. Los cristianos honestos, desde luego, negarán haber sido manipulados en sus iglesias, pero valdría la pena preguntarles si acaso hicieron algo distinto a lo que sus pastores les dijeron.

Esta alianza entre lo político y lo religioso no es nada nueva; de hecho, ha sido una constante en prácticamente toda la historia de este país. No en vano, desde 1886 hasta 1991, la iglesia católica tuvo en sus manos muchas de las responsabilidades que ahora le competen exclusivamente al Estado. Sin embargo, la primicia de esta nueva relación entre religiosos y políticos es que ya no hay una línea clara entre lo uno y lo otro. No es raro ver a personajes como Santos, Ordóñez o Uribe en actos religiosos a los que asisten miles de feligreses mientras hacen oraciones públicas para ganar adeptos, o a individuos como los Ramírez, los Ortíz o los Castellanos inmiscuirse de lleno en asuntos políticos -incluso llegando a ocupar puestos públicos-. La línea entre ambas cosas es cada vez más difusa, y de allí que pareciese que en el fondo fuesen lo mismo.

Pero no importa si son religiosos haciendo política o políticos buscando votos en las iglesias, lo realmente importante es la similitud de sus discursos pues tienen en común el hacerse ver como unos buenos y honrados ciudadanos mientras de la manera más explícita y descarada posible promueven -por medio de falacias y verdades a medias- la discriminación más rampante hacia algunas de las poblaciones históricamente más marginadas. Ellos, quienes afirman hablar en nombre de todos los colombianos pero no tienen ni idea de la más básica estadística inferencial, quienes se dicen “colombianos de bien” mientras la justicia demuestra que en realidad tienen rabo de paja, y quienes se creen las personas con la mayor autoridad moral posible al tiempo que polarizan al país con sus discursos de odio y violencia, se creen capaces de enseñarle a todo un país la diferencia entre lo bueno y lo malo.

Señor cristiano, no se deje engañar: usted tiene todo el derecho de creer en lo que quiera y en lo que sus convicciones así le dictaminen, pero en un Estado como el nuestro hay algo muy por encima de su biblia y lleva por nombre “Constitución política”, allí se encuentra consignado lo que como colombianos hemos decidido hacer para lograr una sociedad más justa, democrática e incluyente, más allá de cualquier diferencia de raza, sexo, edad, postura política o creencia religiosa. Sería bueno que de vez en cuando le diera una leída con el mismo juicio y rigor con el que lo hace con su libro sagrado.

Finalmente, resulta necesario recordarle a los cristianos -tanto a los “buenos” como a los “malos”- que en Colombia todas las religiones son iguales ante la ley, y de allí que no se pueda -ni se deba- hacer solo lo que a ustedes les gustaría que se hiciera. Desde luego, ustedes pueden estar en contra del aborto, del matrimonio igualitario, de la adopción por parte de parejas homosexuales, etc., pero, ¿qué pasa con aquellas personas que de manera contraria a ustedes tienen la firme convicción de que todo ello sí debe ser permitido?, ¿acaso no tienen ellos el mismo derecho que ustedes a manifestarlo?. Así como ustedes les exigen a ellos que no les impongan un punto de vista, ustedes tampoco deberían hacerlo con quienes piensan distinto.

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