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Cenizas

La Iglesia logra recordar que el largo brazo de su presencia abarca, de la cuna a la tumba, todo

No entiendo el escándalo que generó tiempo ha el documento emitido por el Vaticano que prohíbe conservar en casa, engarzar en joyas, dispersar en tierra, aire o agua las cenizas de las cremaciones de los muertos.

No conozco las promesas que hacen otras religiones, pero la de la religión católica es tentadora: resurrección en cuerpo y alma. Lo de la resurrección del cuerpo siempre me sonó a película de la Hammer, y en mi ignorancia me pregunto: cuando llegue el momento ¿dónde van a meter a tanta gente?

La decisión de la Iglesia es el antídoto perfecto contra el que podría ser el mayor susto de nuestras vidas. ¿Y si el día que toque la resurrección, en ese anillo en el que engarzamos las cenizas de la abuela, se materializa una falange de la susodicha; y si mami vuelve a la vida y resulta que hay un ojo en las Rocallosas y un tobillo en Lavapiés?

Los cementerios, y no los armarios ni las repisas, son los sitios donde resucitar cómodamente sin ponerle los pelos de punta a media humanidad.

Pero lo que me importa de este asunto es que se trata de democracia pura y dura. Con gestos como este la Iglesia católica logra llegar de manera eficaz y ecuánime a todos sus fieles, no solo a los gays católicos que pretenden ejercer su sexualidad (y no pueden), a los divorciados católicos que pretenden casarse de nuevo (y no pueden), a las mujeres católicas que pretenden ser sacerdotes (y no podrán nunca), a los hombres y mujeres católicos que pretenden cuidarse del VIH usando preservativo (y no pueden).

No todo el mundo es gay, ni mujer, ni está divorciado, ni tiene sexo. Pero todo el mundo tiene un muerto. Quizás cremado. Con una prohibición sencilla la Iglesia logra recordar que el largo brazo de su presencia abarca, de la cuna a la tumba, todo. Si eso no es democracia —prohibiciones para todos y todas— yo no sé qué es.

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