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Las ventajas de tener muchos dioses

A pesar de que los griegos y los romanos pudieran ensangrentarse en todo tipo de guerras y conflictos, nunca mataron o torturaron para afirmar la supremacía o la verdad de sus dioses sobre los de los demás. Como se ha producido, por el contrario, de forma sistemática y dolorosa a lo largo de los siglos en las culturas monoteístas. Con la aparición del cristianismo comenzaron los conflictos religiosos. 

Resulta raro hojear un libro de un filósofo contemporáneo sin toparse con una cita de Platón, al tiempo que cualquier ensayo, de divulgación incluso, dedicado a la democracia —tema crucial en los últimos años— se inspira a menudo en los textos que describen el sistema de gobierno ateniense. Decimos esto para apoyar una tesis, evidente por lo demás: la cultura antigua no se limita a proporcionar material de trabajo para los estudiosos profesionales del mundo clásico, sino que sigue siendo fuente de inspiración para la producción cultural contemporánea. Este razonamiento, como es lógico, se aplica también a la literatura, al arte, al teatro: pocas piezas son tan representadas hoy día como elEdipo rey de Sófocles, y los modernos montajes de tragedias griegas constituyen muy a menudo auténticas reescrituras. En conclusión, podemos decir que la producción cultural griega y romana sigue proporcionando alimento para la de hoy. Pero ¿y la religión? ¿Tiene hoy también la religión de los antiguos esa misma capacidad y desempeña el mismo papel?

La pregunta podría parecer extraña porque, al menos en la percepción común, no se concibe la religión como una forma de producción cultural semejante al teatro o al arte. La religión da siempre la impresión de ser “algo más”. En realidad, deberíamos saber que no es así, pues de lo contrario no habría tantas y tan diferentes religiones en el planeta, del mismo modo que hay en él muchas y muy diferentes culturas. Que la religión es un producto cultural, en cualquier caso, es taxativamente cierto para las civilizaciones antiguas, en las que las estatuas (las que hoy admiramos en los museos) se destinaban a menudo a proporcionar imágenes para el culto; mientras que en el centro de la orquesta, cuando se representaba una tragedia, había un altar de Dionisio. No cabe duda, en definitiva, de que en el mundo antiguo la religión constituía una producción cultural a todos los efectos, mejor dicho, una encrucijada en la que se entretejían múltiples formas. Pero entonces, ¿por qué la antigua religión sigue encerrada en los departamentos universitarios y no parece interactuar con la cultura contemporánea al mismo nivel que el teatro o la filosofía?

La respuesta es obvia. Porque desde sus inicios el cristianismo fue construyéndose contra las religiones clásicas, relegándolas al territorio de la falsedad y el error. Y el cristianismo no sólo sigue estando muy vivo, a diferencia de las religiones antiguas, sino que se ha ganado el papel de religión dominante en muchos lugares del mundo y, sobre todo, ha modelado también con su horma buena parte de la percepción cultural de quienes han dejado de ser cristianos o no lo han sido nunca pero forman parte de una civilización poscristiana. De esta manera se ha eclipsado el hecho de que la religión antigua no es simplemente un batiburrillo de mentiras, como pretendían los padres de la Iglesia, o un fascinante repertorio de relatos “mitológicos” como mucho, sino otra religión o, mejor dicho, una religión, en la misma medida en la que lo son el cristianismo, el sintoísmo o el islam. Una religión de la que podemos seguir extrayendo aspectos de reflexión —al igual que pueden extraerse de otras creaciones del mundo clásico, como la filosofía o el arte— y, señaladamente, reflexiones que pueden ayudarnos a hacer frente a algunos de los graves problemas del mundo contemporáneo: sacándonos de los “cauces mentales” a los que 2.000 años de monoteísmo nos han acostumbrado, consciente o inconscientemente.

El meollo de la cuestión estriba en lo siguiente: las antiguas religiones no conocieron el rasgo dominante de las religiones monoteístas, es decir, la idea de que no sólo hay una única deidad, sino que esta es la “verdadera”. Las religiones monoteístas han identificado hasta tal extremo esas tres nociones (deidad, unicidad, verdad) que resulta casi imposible concebir una sin las otras: un “dios”, si es tal, sólo puede ser “único” y “verdadero”. En las religiones antiguas no sólo las deidades eran muchas, sino que no se excluían mutuamente, no había divinidades “verdaderas” y divinidades “falsas”; ni tampoco se excluían entre sí deidades de diferentes culturas y religiones. Un romano no consideraba falsos a los dioses de los griegos o de los germanos; todo lo contrario, los consideraba “verdaderos” al mismo nivel que los suyos.

Esta actitud conllevaba dos consecuencias importantes: la primera era que los dioses de los otros podían ser asimilados a todos los efectos como propios, como ocurrió, por ejemplo, en Roma con la Magna Mater, procedente de Asia Menor; la segunda era que divinidades propias y divinidades ajenas podían incluso llegar a identificarse entre sí, como el Zeus griego identificado con el Júpiter romano, el Vertumnus romano identificado con el germánico Pisintus, y así sucesivamente. Como podemos apreciar, esta actitud de extrema apertura en relación con los dioses ajenos es exactamente lo contrario de cuanto ocurre en los sistemas monoteístas, en los que es imposible, por definición, aceptar dentro del propio panteón una deidad ajena o identificar el propio dios con el venerado por otros. La Iglesia no admitiría de ningún modo la posibilidad de venerar a Shiva además de a Jesús, o, peor aún, de identificar ambos dioses entre sí.

La consecuencia más importante, sin embargo, que la forma politeísta de concebir lo divino ha tenido en la vida de los hombres es la siguiente: la Antigüedad nunca experimentó un conflicto religioso. En otras palabras, a pesar de que los griegos y los romanos pudieran ensangrentarse en todo tipo de guerras y conflictos, nunca mataron o torturaron para afirmar la supremacía o la verdad de sus dioses sobre los de los demás. Como se ha producido, por el contrario, de forma sistemática y dolorosa a lo largo de los siglos en las culturas monoteístas; y como todavía sigue sucediendo hoy, por desgracia, con hombres que matan a otros hombres en nombre de su propio dios. Esa es la lección más valiosa que podemos extraer de las religiones antiguas.

Maurizio Bettini es profesor de clásicas en la Universidad de Siena. Acaba de publicar Elogio del politeísmo (Alianza Editorial). Traducción de Carlos Gumpert.

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