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El paseo de la vergüenza (sobre el dinero negro de la Mezquita)

“Meteos bien esto en la cabeza: nadie que se da a la inmoralidad, a la indecencia o al afán de dinero, que es una idolatría, tendrá herencia en el reino de Cristo y de Dios”

(Carta del apóstol san Pablo a los Efesios 4,32–5,8)

Vaya a las taquillas de la Mezquita de Córdoba y pida una entrada. Si la llama Mezquita es probable que le corrijan y le digan que son entradas para la Catedral porque eso que pretende ver no es una Mezquita. Y quizá no le falte razón ante la invasión de crucifijos que han mutilado el bosque de columnas de nuestra joya andalusí, en la enésima muestra de fundamentalismo excluyente del obispo y de la pasividad cobarde de la Administración pública que se lo permite. Es posible que quiera pagar con tarjeta y no lo permitirán, pues sólo admiten dinero en efectivo, una especie de donativo aunque en la entrada no aparezca esa palabra. Por supuesto, no se le ocurra pensar que al tratarse de una aportación voluntaria podría negarse a entregarla, porque entonces le contestarán que no puede acceder al monumento sin entrada. Quizá entonces solicite factura o recibo de lo que haya pagado, bien porque se trata de un gasto que deba justificar o porque quiera desgravarlo en su IRPF igual que hace con las aportaciones a su ONG. Y le responderán que tampoco, que no pueden emitir documento que acredite su desembolso. Por último, si en un arrebato de cordura pregunta por qué, sólo obtendrá silencio.

Todo el dinero que ingresa el obispo por el negocio de la Mezquita de Córdoba no aparece en apunte contable alguno, ni está depositado en Registro oficial, ni se conoce por otra vía que no sea el dogma de fe. Y lo que es peor: cada noche debe cruzar de acera para llevarlo a la sede episcopal, a saber si en bolsas de basura del mismo color del dinero que contiene y de las sotanas que lo contabilizan. Con el traslado de las taquillas al obispado, además de la evidente maniobra con la que intenta pavonear su dominio y manipular el discurso histórico del monumento, evitará el paseo de la vergüenza. Ya no hará falta: la caja se queda en casa.

No soy católico ni me adscribo a confesión alguna. Pero por encima de todo, no soy anticatólico ni estoy en contra de ninguna expresión religiosa. Respeto a quien respeta. Y comparto la esencia espiritual anclada en el amor al prójimo y en el desapego que rezuma la mayoría de las cosmovisiones. Sin embargo, no estamos hablando de moral sino de ética. La moral es privada y la ética es pública. El Estado debe garantizar que cada ciudadano sea invulnerable en sus creencias de pellejo adentro. Pero piel afuera, el único libro sagrado se llama Constitución y nadie puede escapar al deber de declarar y tributar en función de sus ingresos, la verdadera condición que nos inviste como ciudadanos iguales ante la ley. Quizá Dios sea más misericordioso que justo, pero la ética democrática exige justicia social como garantía para los cuidados esenciales de quienes más lo necesitan, dejando la misericordia a la moral de cada uno.

Sólo un desalmado o un inconsciente se atreverían a cuestionar la enorme labor humanitaria que llevan a cabo las distintas instituciones de la Iglesia Católica. Desde la admiración por quienes se dejan la piel a cambio de nada, gracias por hacer lo que la Iglesia debe hacer conforme a sus propios fines cristianos. Igual que admiro a quienes también lo hacen desde otras trincheras, sean religiosas o no. Con una enorme salvedad: estas organizaciones declaran sus ingresos cumpliendo con sus obligaciones democráticas. La Iglesia Católica, no. Y eso ocurre porque el propio Estado se lo consiente, convirtiéndola en un paraíso fiscal dentro de sí mismo. Una especie de muñeca rusa que le priva de todo el dinero que no aporta a las arcas públicas y que debemos suplir el resto de los mortales, confirmando que su Reino no es de este mundo.

Recién aprobada la Constitución, la primera medida del Estado fue firmar el 3 de enero de 1979 un Acuerdo con el Vaticano sobre Asuntos Económicos que establecía para la Iglesia la “exención total y permanente de los impuestos reales o de producto, sobre la renta y sobre el patrimonio”. Una norma que chocaba frontalmente con la propia Constitución y más tarde con el modelo fiscal impuesto desde Europa, hasta el extremo de generar una queja en 1989 de la Comisión Europea exigiendo su derogación. A nadie escapa que la Mezquita-Catedral de Córdoba, además de un lugar de culto (apenas alcanza un 20% del tiempo), es especialmente una máquina de generar dinero como consecuencia de su explotación comercial, aproximadamente unos 13 millones de euros al año, contando las visitas nocturnas. Así pues, parece de sentido común que una actividad de esta índole esté sujeta a los impuestos de IVA y sociedades, además de cumplir con los deberes contables y de transparencia. El tema es complejo y farragoso, pero en resumen, las leyes españolas eximen a la Iglesia Católica de tributar por estas actividades empresariales. Pero que no deban pagar “legalmente” por sus millonarios ingresos, no significa que no estén obligadas a declarar cuánto ganan y a qué lo dedican, igual que cualquier ciudadano. Carece por completo de justificación en democracia que exijamos transparencia económica a la corona, partidos, sindicatos o instituciones públicas, y no hagamos lo propio con la jerarquía católica que también percibe dinero del Estado, e ingentes cantidades de los particulares como “donativos” sin declarar en entradas y sobres del mismo tamaño que los de Bárcenas. Dios me libre de cuestionar la legalidad de estas donaciones en bodas, bautizos y comuniones. Pero exijo como ciudadano que su contabilidad sea fiscalizada con el mismo rigor que a cualquier persona física o jurídica.

El mismísimo Papa Francisco, que más de una vez ha condenado con dureza la corrupción y el pago con dinero negro, advertía a las instituciones católicas que quieran convertir los conventos en hoteles o albergues para ganar dinero, “paguen sus impuestos porque en caso contrario el negocio no es limpio”. Su mensaje es coherente con la actitud del Jesús de los tobillos sucios que decía “No podéis servir a Dios y al dinero” (Evangelio según san Lucas 16, 9-15). Pero a años luz del obispo de Córdoba que, con la complicidad de los poderes públicos, se apropia de la Mezquita y pone las taquillas en su casa para evitar el paseo de la vergüenza.

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