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De padres e hijos

Los modelos de paternidad/maternidad y de las relaciones mutuas paterno/materno-filiares han cambiado mucho históricamente. Yo añadiría que han cambiado a mejor. En lo que sigue, simplemente reflexionaremos un poco acerca de estos cambios y otras cuestiones relacionadas con el cuidado y educación de los hijos.

Nota: a efectos de redacción y simplicidad, utilizaremos el singular y el plural masculinos como genéricos (padre, hijos…) por pura convención y sin ninguna intencionalidad sexista.

            A lo largo de la historia, los menores normalmente no han sido considerados sujetos de derechos (como tampoco las mujeres, los esclavos ni los extranjeros). Lo habitual era tratarlos como mano de obra barata, moneda de cambio o seguro de vejez. No hace tanto tiempo (y todavía hoy en el tercer mundo) niños y niñas se tenían para trabajar en la empresa familiar y en las tareas domésticas, para establecer alianzas entre familias vía matrimonios concertados, y para que, una vez mayores los padres y adultos los hijos, estos cuidaran de aquellos. Y entonces se repetía el proceso. A veces, hijas e hijos se utilizaban (y siguen usándose) como forma de pagar deudas o para prostituirlos (sobre todo a ellas). La consideración de los menores no era la de personas con derechos propios, sino de la cosas o medios para lograr ciertos fines (económicos, sexuales, etc.). De hecho, los hijos se tenían (y se siguen teniendo) sin control, a los cuales luego se les mal nutría (y muchos morían) o alimentaba selectivamente (desnutriendo sobre todo a las niñas) o directamente se les mataba nada más nacer (de nuevo, sobre todo a las niñas, que venían a ser cargas económicas para la familia, pero que luego no aportaban beneficios al irse con la familia del marido cuando se casaban).

            Afortunadamente todo esto ha cambiado, por lo menos en el primer mundo. Y en eso ha tenido mucho que ver (cabría debatir si como causa o como efecto) el paso de la mentalidad comunitarista a la  ilustrada. La familia (extensa) ya no se concibe como un superorganismo con el patriarca a la cabeza y los demás miembros como órganos suyos con su función propia cada uno, sino como una familia (nuclear) constituida por dos individuos (independientemente de su sexo) libres, que voluntariamente se unen por amor incondicional, y que tienen hijos (propios o adoptados) a los que crían y educan para que sean individuos igualmente libres. O, por lo menos, así debería ser como ideal regulador. No obstante, siguen perviviendo inercias comunitarias en lo tocante a la familia y la educación de los hijos.

            Hoy día (en lo que sigue nos referimos al primer mundo) ya no se conciertan los matrimonios de los hijos, y cada vez menos se utiliza a los menores como mano de obra: la ley prohíbe el trabajo infantil hasta los 16 años, aunque todavía en algunos sitios se entiende que los menores no trabajan en la empresa familiar sino que tan solo “ayudan”. Debido a la proliferación de residencias de mayores, también es cada vez menor la tendencia a utilizar a los hijos como seguro de vejez para que cuiden a sus padres ancianos. En general, se va estabilizando la idea de que la familia no forma una comunidad y que los hijos no son los continuadores de los padres. También, que el objetivo de la familia no es transmitir o perpetuar unas tradiciones, costumbres, culturas o religiones de padres a hijos, sino que tengan su propio pensamiento.

Otra idea que se va consolidando es que los hijos no nacen ya hipotecados ni chantajeados. Antes, era normal el pensamiento de que los hijos tenían deudas con los padres porque estos les dieron la vida y los cuidaron, y que debían pagarlas en forma de cuidados cuando fueran mayores y lealtad a las ideas y valores con que los criaron, so pena de ser ingratos y traidores si no lo hacían así. Ahora, al entender a los  hijos como individuos plenos, ese pensamiento aparece horrible. Los padres deben entender, usando lenguaje kantiano, a sus hijos como fines en sí mismos. Los tienen porque sí, y no para otra cosa.

Tener un hijo como fin en sí mismo significa que los padres lo tienen sin más finalidad que la de tenerlo, cuidarlo y educarlo para que llegue a ser una persona autónoma. No se le concibe como continuación o parte de una comunidad mayor de la que sea miembro nato y que le cargue con obligaciones por eso (ya sea una comunidad familiar, cultural, étnica o religiosa).

Lo anterior implica cuidarlo y criarlo para que tenga salud, pueda sobrevivir y, con el tiempo, saber cuidarse a sí mismo. Hoy en día, gracias a los avances científicos y tecnológicos, esto es relativamente fácil, por lo menos en comparación a otras épocas o latitudes. La mortalidad en el parto o en los primeros años es la más baja de toda la historia humana, y la desnutrición infantil también es mínima. Incluso en el tercer mundo, lo que da lugar al problema global de la superpoblación mundial. A poco que los padres pongan un mínimo de atención a médicos, pediatras y nutricionistas, es difícil que un niño no crezca incluso más sano que los propios padres. De hecho, hoy día el problema ya no es la desnutrición sino la obesidad (que llega también al tercer mundo).

Lo paradójico de todo esto es el contraste entre los riesgos reales (mínimos comparados con cualquier otra época anterior) y la percepción del riesgo por parte de los padres (desproporcionada respecto del riesgo real). Desproporción que lleva a la sobreprotección de la infancia y de la juventud (y que alimenta con dinero a toda la industria de esa sobreprotección).

Más allá de los riesgos (reales o sobredimensionados) de tipo físico, existe casi una paranoia con respecto a los riesgos emocionales (ahora está de moda todo lo que sea “emocional”, sobre todo si se contrapone a “racional”, en vez de atender a su correcta relación). Desde que Freud se inventara sus mitos sobre la infancia y el complejo de Edipo, la sexualidad infantil y sus fases (oral, anal, fálica…) y el origen de los trastornos en experiencias infantiles, se ha consolidado la idea de que hay que proteger a la infancia de todo eso. De ahí todo lo relativo al apego emocional, al vínculo madre-hijo, la lactancia prolongada y toda una serie de consejos que, teniendo alguna base real, resultan en absurdos que agobian a padres bienintencionados. La base real es que hay que querer a los hijos y demostrarles ese amor y cariño. De ahí a que de mayores sean psicópatas porque un día no durmieron en la misma cama de sus padres o en otra ocasión se les regañó por algún motivo, hay un mundo.

Por otro lado, es curioso el hecho de que, precisamente por la seguridad generalizada, algunos padres sean más que irresponsables con la salud de sus hijos. Es el caso del movimiento antivacunas. La vacunación generalizada no solo ha erradicado ciertas enfermedades que antes eran motivo de mortalidad infantil o graves enfermedades (como la polio), sino que protege incluso a quienes no estén vacunados, pues dificulta que puedan infectarse (dado que la mayoría sí está vacuna y conforman una especie de cinturón protector alrededor del no vacunado). Esto hace que algunos padres deduzcan erróneamente que las vacunas no sirven porque sus hijos no vacunados tampoco enferman. Con lo que ponen en riesgo a sus hijos, a los hijos de los demás, y abren puertas a la reaparición de enfermedades erradicadas.

Como siempre, la ciencia y el pensamiento crítico ofrecen las claves para distinguir la sobreprotección y la irresponsabilidad.

Otro asunto es el de la educación de los hijos. Existe otro mito, relacionado con el “emo-timo” del que hablábamos unos párrafos antes, llamado por Judith Harris como el título de su libro: El mito de la educación. Este mito viene a culpar a los padres de cualquier conducta de sus hijos adolescentes o adultos por la forma en que lo educaron de niño. Según el mito, la educación es básicamente vertical (de padres a hijos) y la manera en que se eduque al niño en sus primeros años condicionará todo su desarrollo posterior. Así, si el niño llega a ser asesino, maltratador, ladrón o lo que sea de mayor, es consecuencia de esa (mala) educación recibida por sus padres. Lo que agobia a los padres por la educación correcta para sus hijos, y para lo cual hay toda una pléyade de gurús emo-expertos para ofrecer su “sabiduría” de autoayuda. Principalmente, pensamiento positivo, nada de órdenes ni castigos, dejar al niño que haga lo que quiera, y mucho diálogo mientras él toca los enchufes, se acerca al fuego y le pega a su hermano. De lo contrario, de mayor será fascista como sus padres.

Harris argumenta, de acuerdo a la bibliografía científica, que no es tanto la educación vertical la responsable de la conducta de los hijos, cuanto los factores innatos y la educación horizontal (entre iguales: amigos, compañeros; socialización por grupos). Podría ocurrir que no sea la conducta de los padres la que condicione a los hijos sino al revés: que los padres respondan a la conducta de los hijos. Así, los mismos padres, que son más estrictos con un hermano que con el otro, no serían los responsables del distinto comportamiento de cada hijo, sino que es la forma de ser de cada hermano lo que les lleva a actuar de modo diferente con cada uno. Por otra parte, pese a querer inculcar ciertos valores y patrones de conducta en sus hijos, estos se verán mucho más influidos por sus iguales que por sus padres. De hecho, los hijos de inmigrantes aprenden y hablan el idioma y el acento de sus compañeros de colegio y acaban sustituyendo a la lengua materna que aprendieron en casa. Lo mismo pasa con los valores y comportamientos de sus colegas de juegos.

Si queremos añadir más sobreprotección, el paso siguiente (después de eliminar la wifi de casa para que no reciban radiaciones ni les salgan tentáculos en vez de brazos y piernas) es no llevarlos a la escuela pública. Eso puede hacerse de dos formas: a lo bestia o disimuladamente. La primera consiste en el homeschooling, esto es, educarlos en casa o entre varias familias que piensen igual. De esta forma, se evita esa educación horizontal y se impide que el niño tenga influencias externas. Así, por ejemplo, el padre católico evita que su hijo oiga hablar de la homosexualidad como de una opción sexual, el padre protestante logra que no le hablen de la teoría de la evolución, y el padre naturalista consigue que su hijo no aprenda la constante de Avogadro no sea que eso le haga dudar de la homeopatía. La otra forma es llevarlo a un colegio privado o concertado en el que pagando (directamente o bajo cuerda) al hijo se le inculque el ideario correspondiente, y de paso que no se junte con los hijos de los pobres que no pueden pagar ese dinero. Da igual que el colegio sea católico que otro basado en las estrafalarias ocurrencias antroposóficas del esoterista Rudolf Steiner como las escuelas Waldorf.

A mi modo de ver, la alternativa es clara: tratar a los hijos como fines en sí mismos, quererlos, no sobreprotegerlos, y educarlos de la mejor manera posible: en la libertad, la autonomía y el pensamiento crítico, y para eso la educación pública (pese a sus carencias y dificultades) y laica sigue siendo la mejor opción como completo a unos buenos padres.

Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria. 

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