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La laicidad necesaria de las fiestas

La fiesta es una dimensión más del ser humano en sociedad. El tiempo ordinario encuentra un momento de reposo en su transcurrir en la misma fiesta. Y como cualquier producto de la sociedad humana, la fiesta encuentra sus raíces en el ámbito religioso. De hecho, la historia es rica en trasposiciones sucesivas de festividades aprovechadas por las diferentes religiones. Pero la historia transcurre y he aquí que, con ella, el valor de la religión cambia. De ser una dimensión fundamental de la vida pública deviene un elemento prescindible o que, al menos, debe ser resituado. Así el espacio público necesariamente se transforma en un ámbito laico en el que la religión pasa a la esfera privada y no determina ya nada aunque en la trastienda lo determine todo. La misma Modernidad va ligada a ese proceso que genera a su vez el ideal de tolerancia dentro de los estrechos límites de la separación entre dos confesiones cristianas como son el protestantismo y el catolicismo. Dado que nadie tiene la verdad, debemos tolerarnos mutuamente en el espacio en el que nos vemos obligados a convivir si lo que queremos es mantener la vida pública que es, a todas luces, sinónimo de una vida genuinamente humana. El proceso de secularización es parejo a los ideales de tolerancia y examen crítico. La vida social secularizada ni entiende más autoridad que la republicana ni más libertad que la personal. Así, del mismo modo, la máxima de la acción no será otra más que la autonomía como manifestación de la racionalidad de cada quien.

El proceso iniciado con la modernidad parece que, en ciertos aspectos, o ha llegado a su fin, o se ha licuado definitivamente o no ha sido aquello que se esperaba. Poco importa el diagnóstico, pues los síntomas son los mismos y, entre ellos, el más sobresaliente es que quienes están obligados a convivir no son ya dos comunidades que se definen por su adscripción religiosa como en el s. XVII, sino una pluralidad de individuos que pueden definirse a través de sus creencias religiosas o ser indiferentes a cualquiera de ellas. El espacio público ha sido radicalmente desacralizado en aras a lo más sagrado que pueda haber: la vida humana. De ahí que llame poderosamente la atención la renuencia de determinados grupos a persistir en la dimensión religiosa de las fiestas. Es obvio que la razón les asiste al vincular fiesta y religión. Ya se ha dicho, las fiestas encuentran su origen en una concepción religiosa del mundo. Pero la tradición nunca ha sido argumento de nada, máxime cuando el valor que desde la Ilustración se impone es la razón y, pese a sus sueños, nos ha procurado no poco bienestar.De ese modo, lo que es innegable es el progreso racional hacia unos ideales que garanticen no sólo la salida de la culpable minoría de edad que nos recuerda Kant, sino el desarrollo de una vida feliz bajo la óptica que cada cual quiera determinar para sí y para los suyos. El laicismo no invalida la religión, del mismo modo que el método no anula la razón, sino que ambos ejercen una contención necesaria a su carácter desmesurado y, a menudo, quimérico. La necesidad de límites claros y precisos no es un ataque a la libertad religiosa; es el garante de la misma que, así, puede desarrollarse en el espacio que le es propio y que, en modo alguno, debe ser público. El laicismo no es antirreligioso, es la fórmula que permite que cada cual pueda disfrutar de aquello que considera importante sin dañar al otro en demasía. De ahí que no me quede otra que felicitar a todo aquel que se esfuerce por hacer del espacio público un ámbito de tolerancia. En definitiva, de tomar determinadas medidas encaminadas a facilitar la vida pública con la esperanza de que se llegue más allá y se destierre definitivamente la barbarie que entrañan los actos crueles con animales en determinados atavismos festivos carentes de todo sentido. Ojalá resuene en los oídos de muchos el lema kantiano Sapere Aude!que define la ilustración siempre necesaria.

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