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Navidad laica en Uruguay

Todo el mundo tiene derecho a festejar la Navidad. Y también puede no hacerlo, y no por ello participa de un movimiento de alejamiento de Dios que implica anomia social y crisis de valores.

La vieja y sabia definición de laicidad de 1919, que sigue disgustando casi un siglo más tarde a muchos conspicuos católicos, implica la prescindencia del fenómeno religioso. Se trata de quitarlo de los asuntos públicos para confinarlo al ámbito de lo privado. El que quiere creer que crea, y el que no, que también pueda: los dos tienen derecho a sus opciones. 

Menguar la referencia simbólica de la Navidad no es faltar a la tolerancia por lo religioso, ni tampoco es atentar contra la libertad de creer, ni significa una especie de imposición contra los cristianos. Es, simplemente, prescindir de esa dimensión en el espacio público.

Hay un concepto clave en todo este asunto: la separación del espacio público del privado. Aquí nadie está limitando la libertad en el espacio público para aquellos que estén dispuestos a aceptar una construcción colectiva sin dogmatismos. La ética democrática no excluye ninguna visión normativa. Pero, al mismo tiempo, relativiza todas las posiciones. Y aquí está la dificultad conceptual con la que notoriamente siguen tropezando, en su férreo dogmatismo, algunos inteligentes católicos que denuncian esta postura como si fuera una forma inaceptable de relativismo moral.

No hay nada de relativo en el principio de libre discusión y de igualdad de los interlocutores en el espacio público, que incluye, claro está, a los que no creen en la Santísima Trinidad ni en el nacimiento del hijo de Dios, él mismo siendo Dios, el 25 de diciembre. 

Es cuestión, por el contrario, de una regla absoluta que no supone el abandono de la búsqueda de la verdad, sino que asume el hecho de que nadie posee esa verdad, y que todos pueden participar con idéntica legitimidad en su búsqueda. Algo que, naturalmente, resulta difícil de admitir para quien está sinceramente convencido de poseerla por revelación divina.

Aquí, entonces, hay una distinción que algunos católicos se empeñan en omitir desde sus batalladores argumentos en defensa de sus creencias. Es la que separa la simple tolerancia, como principio político o religioso, del pluralismo en tanto principio intelectual general. A lo sumo, esos católicos podrán autodefinirse como tolerantes. Pero en última instancia mantienen, siempre, la convicción de ser ellos los reales poseedores de la Verdad. 

Así las cosas, no pueden aceptar el principio intelectual pluralista, que es el que profesa un auténtico liberal. Porque es un principio que se atreve, en el mismo acto en que se enuncia, a ser capaz de quebrar la fe en su propia creencia. 

De esta forma reconoce la legítima existencia de otras creencias que pueden también ser portadoras de una parte de la verdad. La diferencia es radical: el liberal no cree que alguien en particular, católico o no, sea el poseedor de la Verdad. 

Quizá el asunto precise, sencillamente, de una actualización para nuestros tiempos de globalización. En vez del batllista “Día de la Familia”, podemos probar en inglés. En cualquier caso, “Family Day” o Navidad, lo importante es que siga siendo laica.

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