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Francisco y el Estado laico

Resulta inadmisible la intervención papal en el proceso de selección de un ministro de la Corte Suprema. La actitud impropia de Francisco en el caso Carlés subestima los procedimientos institucionales inherentes a la democracia republicana.

Conviene empezar por el principio. El artículo 2 de la Constitución Nacional establece que el gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano. Este postulado, junto a leyes específicas, explica la relevancia política que tiene la Iglesia Católica en la Argentina desde antes de 1853.

En este marco, salvada la libertad de culto que garantiza la Carta Magna y la inocultable influencia del Papa Francisco en la realidad doméstica constituye la puerta de entrada a un debate de fondo: las características del Estado nacional. En este punto, reparando en las vertiginosas transformaciones culturales, sociales y políticas que imponen la modernidad y el desarrollo de la humanidad, es menester un cambio de paradigma, una resignificación de los vínculos entre política y religión.

En sintonía con los logros en materia de Derechos Humanos, conquistas sociales y derechos civiles, urge un debate serio sobre la concreción del Estado laico. Avanzar en esa dirección implica tomar medidas puntuales: vía reforma constitucional, fijar el no sostenimiento estatal de religión oficial alguna, planteando así una nueva relación diplomática con el Vaticano; abandonar el financiamiento económico del clero y sus instituciones con fondos públicos; desechar prácticas religiosas en los ámbitos castrense y actos patrios. Este cúmulo de acciones, entre otras, lejos de transformar a la Argentina en un caso excepcional, ubicaría al país entre las modernas naciones que, independientemente del gobierno de turno, separan las esferas estatal y eclesiástica.

El enfoque planteado, imposible de cristalizar hoy en los hechos en función de los intereses en disputa, tiene una larga historia. La laicidad nació con el Humanismo, durante el Renacimiento. Posteriormente, la Ilustración y la filosofía racionalista contribuyeron a su desarrollo. Tiempo después, la Revolución Francesa y la independencia norteamericana la adoptaron como política oficial. En la actualidad, la mayoría de las Constituciones Nacionales adhieren a la secularización del Estado. Esta visión, además, está vinculada con la idea de neutralidad. En tal sentido, conforme al razonamiento de Rousseau en El Contrato Social, el Estado, al arbitrar los conflictos y relaciones sociales, no defiende intereses particulares, sino colectivos, el “bien común”. Dicha imparcialidad supone, al mismo tiempo, independencia de criterios religiosos de cualquier tipo.

Roberto Di Stefano en Ovejas Negras. Historia de los anticlericales argentinos, sostiene: “No cabe ninguna duda de que los argentinos se fían más de la Iglesia que del Estado”. El doctor en Historia Religiosa por la Universidad de Bologna agrega: “La Iglesia conserva un enorme poder para conferir legitimidad y para oponerse a eventuales avances de la laicidad en determinadas áreas sensibles,como la educación, las políticas sociales y las de salud reproductiva”. Estas afirmaciones, certeras por cierto, deben impulsar cambios. Sabiendo que la voluntad soberana emana de la ciudadanía y no del poder celestial, que la adhesión religiosa es optativa y el apego constitucional obligatorio, resulta inadmisible la intervención papal en el proceso de selección de un ministro de la Corte Suprema. La actitud impropia de Francisco en el caso Carlés subestima los procedimientos institucionales inherentes a la democracia republicana. La maniobra político-clerical permite reclamar un giro copernicano en las reglas de juego vigentes. En el esquema ideal, entonces, el Estado debe ser protagonista central: laico, libre de dogmas religiosos e influencias de fe. Y la Iglesia Católica, con absoluta libertad e independencia para predicar su mensaje, un actor de reparto. Ya es hora que así sea.

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