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Democracia participativa vs. democracia deliberativa

Muchas veces he visto identificadas las expresiones “democracia participativa” y “democrativa deliberativa”. Yo mismo las uso indistintamente porque presupongo esa identidad. Sin embargo, me parece que siendo riguroso eso no es exacto. La democracia deliberativa es participativa, pero no pasa igual a la inversa necesariamente: una democracia puede ser participativa sin ser deliberativa. La diferencia es importante, pues bajo la cobertura de la democracia participativa se puede colar un modelo liberal de democracia distinto del modelo de democracia republicana en el que consiste la deliberativa. Y más en este contexto político actual en el que la exigencia de profundizar la democracia, y sobrepasar la puramente representativa hacia otra participativa, ha dejado de ser una excentricidad (así se lo consideraba antes) de fuerzas políticas como Izquierda Unida, para pasar a ser punto de consenso en el que todos los partidos están de acuerdo (por lo menos los partidos más progresistas o a la izquierda del PP). Democracia interna en los partidos, listas abiertas, primarias, empoderamiento ciudadano, etc., aparecen en el discurso de casi todos los partidos. Filosóficamente, podría decirse que hay un cierto giro desde el modelo liberal-representativo hacia otro más republicano-participativo en el sentido de la democracia deliberativa. Pero podría ser una ilusión (y además interesada) y que se estuviera imponiendo un modelo de democracia liberal-participativa (que sustituyera al liberal-representativo, pero liberal al fin y al cabo), y no otro republicano-deliberativo.

            Aquí vamos a centramos en los dos modelos políticos individualistas por considerarlos más modernos y avanzados que los comunitaristas, que se nos antojan pervivencias de modelos más antiguos (como los estamentos del antiguo régimen). La consideración del individuo como sujeto político autónomo la tomamos aquí como un punto de partida. La cuestión está, entonces, en el tipo de participación de ese individuo en el Estado. Tenemos así dos modelos básicos: el liberal y el republicano.

            El modelo del liberalismo es el de democracia representativa. Uno de sus teóricos sería Schumpeter (1984). Para los liberales, la auténtica libertad es la libertad negativa o libertad de, es decir, que no haya impedimentos, especialmente del Estado, para que cada individuo pueda dedicarse a sus asuntos privados. Su modelo de Estado es un Estado mínimo, escasamente intervencionista, que se limita a garantizar la seguridad interna y externa y poco más. Para casi todo lo demás, se abstiene en pro de la sociedad civil para que ella se autorregule. Especialmente en los asuntos económicos. Su modelo de autorregulación es el mercado. Para que eso sea así, el Estado debe exigir de la ciudadanía lo menos posible, tanto económicamente (reduciendo los impuestos al mínimo) como políticamente. Si el Estado exige a la ciudadanía elevados impuestos, interfiere en sus decisiones económicas y les confisca una parte de su propiedad. Si el Estado obliga a una excesiva participación política, también interfiere limitando la libertad de los individuos de dedicarse a sus propios asuntos en vez de ocuparse de la política. La solución está en un Estado tan reducido que legisle lo menos posible y que restrinja la participación política a la elección periódica de los representantes políticos. Representantes entendidos como meros gestores técnicos de lo político, y no tanto como partidos con proyectos políticos e ideológicos distintos que impliquen grandes transformaciones socio-políticas. Se asume que los políticos son técnicos encargados de hacer las leyes, no ideólogos para la transformación social. La ideología de los políticos se sobreentiende común o compartida entre todos ellos (la ideología liberal) y sus diferencias son técnicas: de pericia o eficiencia. Por eso los partidos en el sistema liberal tienden a ser prácticamente iguales y a distinguirse tanto como se puede distinguir un panadero de otro panadero o un carpintero de otro carpintero. Lo que acaba reduciendo el pluralismo político al bipartidismo y la alternancia. Por eso el modelo de participación política resultante es el de la elección periódica para desentenderse mientras tanto entre una y otra. El votante “contrata” (vota) los servicios de un partido para que le “preste un servicio” (la gestión de lo público) y al cierto tiempo revisa su contrato para ver si lo renueva o contrata a otro de la competencia. El modelo político es el mismo que el del mercado económico: los partidos son la oferta y la ciudadanía la demanda. El interés ciudadano por participar más en este modelo es casi nulo: tanto como el interés que podemos tener en participar con el panadero para hacer pan. Lo que queremos de un panadero es que haga buenos panes, no ayudarle nosotros a hacerlo. El liberal no quiere participar él en política, sino votar a los políticos para que sean ellos los que lo hagan bien por él, y mientras dedicarse a sus cosas, que es en lo que consiste la libertad para él.

            El modelo republicano es totalmente distinto. Su idea de libertad es la libertad positiva o libertad para. Los liberales lo critican como modelo de la libertad de los antiguos, al que le contraponen el suyo como libertad de los modernos, en expresión de Benjamin Constant (2002). El modelo asambleario está tomado de la Atenas clásica o la República romana. Se basa en una concepción de la libertad como participación en la política, en los asuntos públicos o res publica (cosa pública). El individuo libre era precisamente el que podía dedicarse a la política, en tanto que podía desentenderse de los demás asuntos (en la antigüedad eso era posible, sobre todo, por la institución de la esclavitud, que liberaba a los hombres libres del trabajo manual y doméstico). De hecho, esa participación política era una virtud, y evitarla se calificaba con el despectivo ἰδιώτης (idiōtēs), de donde deriva “idiota” y que significa “quien se ocupa solo de sus cosas y no de la políticas o asuntos públicos”.

            En un sentido más moderno, el republicanismo ha sido recogido en el pensamiento de Rousseau y del ala jacobina de la Revolución francesa. La idea básica, también de tradición clásica, es la de evitar cualquier intermediación entre el individuo y el Estado. Esto implica el rechazo tanto de los grupos de presión como de cualquier otro grupo concebido en función de intereses particulares. Ese rechazo se justifica por la voluntad general o el bien común. Para el republicanismo, existe una voluntad general o bien común que es el objetivo de la política. La participación política de la ciudadanía lo que busca es lograr ese bien común o voluntad general. No se trata de la voluntad de la mayoría, sino de aquello que es bueno para todos, y que solo puede concebirse dejando de lado la voluntad particular. Ese bien común es lo que distinguía, en Aristóteles, las formas políticas legítimas (monarquía, aristocracia o democracia) de sus degeneraciones (tiranía, oligarquía y demagogia). Por tanto, el individuo participa como tal individuo en la asamblea procurando el bien común. Y no tiene sentido agruparse con otros para obtener ventajas particulares en la asamblea, es más, eso sería prostituir el espíritu de la asamblea.

            El problema del republicanismo es cómo establecer o descubrir esa voluntad general, que repetimos, no es lo mismo que voluntad mayoritaria. Hace falta, entonces, un intérprete de esa voluntad general. En principio, es la propia asamblea, pero dado que la asamblea a veces puede ser tomada por grupos de presión o por demagogos, a veces se impone la razón de Estado. Es por ahí por donde el republicanismo puede degenerar, paradójicamente, en autoritarismos justificados en la voluntad general. El terror jacobino coge ese camino. De ahí las críticas liberales al republicanismo por metafísico: el liberalismo niega el bien común o voluntad general y solo admite el bien particular de cada uno y su libre voluntad individual. Por lo que, para el liberalismo, no tiene sentido ninguna deliberación ni mecanismo para lograr el bien común (que no existe) sino que lo que hay que hacer es buscar reglas meramente procedimentales para que cada uno busque su propio bien particular molestando lo menos posible a los demás. En vez de deliberación, para el liberalismo se impone la negociación entre voluntades particulares dentro del modelo del mercado: cada uno, buscando su bien particular, acaban generando entre todos el óptimo de producción y distribución (la mano invisible de Adam Smith).

            El problema del liberalismo es que agudiza la desigualdad social y económica y genera fuertes problemas de fragmentación y descohesión social y política. Para evitarlo, se hace necesaria la res publica, la cosa pública con la que todos nos identificamos como bien común o voluntad general. Ahora bien, una res publica que no sea tan absorbente como la antigua, que no exija a un ciudadano que participe de la política a tiempo completo, y que no derive en formas autoritarias de interpretación de la voluntad general. El republicanismo moderno (por ejemplo, Philip Pettit: 1999) apunta en esa línea. Para eso, toma un concepto de libertad como no dominación, distinto tanto de la libertad negativa como de la positiva. No se trata de mera no interferencia, sino de prohibición de toda interferencia arbitraria. No de cualquier interferencia, sino tan solo de las arbitrarias. En eso se distingue del liberalismo. Para el liberal, toda interferencia en la voluntad particular de un individuo es reprobable. Por ejemplo, una ley que establezca un salario mínimo y que limite así la libertad contractual de empresario y obrero para negociar el salario entre ellos únicamente. Para el republicanismo, una interferencia es arbitraria si sitúa al individuo en situación de dominación, es decir, en una situación en la que el dominador puede interferir a su antojo en la voluntad del dominado. El modelo es el del amo y el esclavo: en cualquier momento, el amo puede interferir en la vida el esclavo sin que este pueda hacer nada para evitarlo. Pero una interferencia no será arbitraria si, precisamente, lo que busca es evitar la dominación, es decir, impedir que uno pueda dominar a otro. Por ejemplo, esa misma ley de salario mínimo. Efectivamente, el Estado interfiere con ella en la voluntad del empresario (que seguramente quiera ofrecer un salario más bajo al obrero) pero lo hace para garantizar la libertad como no dominación del obrero, ya que, dada la desigualdad económica entre obrero y empresario, el obrero podría ceder al chantaje del hambre y aceptar un salario de miseria antes que no cobrar nada. De esta forma, el Estado garantiza que la negociación salarial entre empresario y obrero no se realizará en condiciones de dominación de una parte sobre la otra, que podría abusar de su posición de fuerza.

            El bien común deviene, así, en las instituciones que garantizan esa libertad como no dominación. Así como mecanismos para evitar que sea el propio Estado el que se convierta en dominador él mismo. Lo que requiere de ciudadanos comprometidos en vigilar que esas instituciones funcionen debidamente con su participación política. No se trata de una participación extenuante ni a tiempo completo (como la antigua), pero sí la suficiente para evitar la dominación. Una participación que exige de los individuos una virtud republicana que les lleve precisamente a participar. Lo que implica mecanismos de participación ágiles y adecuados para facilitarla y fomentarla.

            El republicanismo no impide ni denigra la búsqueda del bien particular y la dedicación a los asuntos privados, es más, lo protege. Ahora bien, en el republicanismo, la mejor forma de protegerlo es, precisamente, con la participación política. Tampoco reniega de la representación política, pero sí que la complementa y contrapesa con medidas de participación política activa de la ciudadanía, no solo votando cada cierto tiempo. Lo que implica un espacio público de debate, discusión y deliberación política más allá de los parlamentos al uso, y que impida, a su vez, el dirigismo que pudiera derivarse de algún partido de iluminados o demagogos que se arrogara la voz del pueblo o la correcta interpretación de la voluntad general.

            La clave republicana está en el aspecto deliberativo de esa participación política. Aceptar la noción de un bien común supone que la política no se reduce a negociación. Se entiende que es posible el acuerdo sobre el bien común y la formación de la voluntad general en base a una deliberación racional. La diferencia es importante. La deliberación supone que los individuos que deliberan no buscan ganar el debate, sino lograr entre todos un consenso o acuerdo basado en razones. Un consenso que difícilmente coincidirá con la opinión inicial de ninguno de ellos, pues ese consenso será una especie de síntesis dialéctica de todas las posiciones iniciales. Eso exige del ciudadano una virtud cívica muy importante: la virtud de saber deliberar o debatir. Al empezar la deliberación, cada uno irá con su opinión particular y la defenderá racionalmente ante los demás, pero abierto a aceptar las razones de los otros si son convincentes. Al final, cada uno habrá dejado de lado su propia postura inicial para estar de acuerdo en una nueva posición común que es la de todos. Por lo menos en teoría. En la práctica es mucho más difícil, pero debe ser el ideal a conseguir. Por lo menos debe servirnos para extraer la siguiente regla práctica: si en un debate sales pensando lo mismo que pensabas cuando entraste, eso es que no has estado en un debate.

            La deliberación presupone que hay base suficiente para el acuerdo basado en las razones y el entendimiento. Por eso es incompatible con el absolutismo y el relativismo. El absolutista no tiene nada que deliberar ni debatir porque ya (cree que) tiene la razón absoluta. Solo le queda predicar y que los demás le hagan caso. El relativista tampoco tiene nada que debatir porque no admite ningún tipo de universales o razones que puedan ser la base del consenso. Para él, cada uno tiene su propia verdad aunque sea totalmente contradictoria con las verdades de los demás. Como mucho, el relativista expone su opinión y ni siquiera necesita sustentarla con razones: le basta con que es su opinión y como tal ya es verdadera para él solo porque es suya. Es más, se ofende si se le piden razones y responde con frases estúpidas del tipo: “Cada uno tiene su opinión y la mía es tan respetable como las demás”. Estúpido porque no se da cuenta de que una opinión no es respetable por ser una opinión, sino que su respetabilidad depende de las pruebas, razones o argumentos que la fundamenten. Claro que, para él, eso es irrelevante.

            El liberalismo viene a incorporar parte de relativismo: no existe el bien común verdadero para todos sino solamente el bien particular de cada uno que es totalmente verdadero para él mismo. La única forma de acuerdo posible es entonces el mercado o la negociación, pero no tiene sentido el acuerdo basado en razones porque no hay ningún bien común sobre el que razonar. En contraste con lo decíamos antes, para el liberal-relativista, lo importante en un debate no es construir un consenso entre todos sino lograr que su opinión particular gane en el debate sobre las opiniones de los demás. Es un modelo de competencia, no de cooperación. El ciudadano liberal no necesita la virtud cívica, no necesita deliberar.

Uno de los problemas en la configuración de la participación política a la que estamos asistiendo hoy día es que falta ese elemento deliberativo. Se está haciendo mucho hincapié en la participación directa de la ciudadanía pero sobre un modelo inconfesadamente liberal. En realidad, no estamos asistiendo a un giro republicano de la política sino a una profundización del modelo liberal. Lo que estamos viendo a través de muchos de los partidos políticos que ahora mismo hacen bandera de la democracia participativa es una mera adaptación de la política a las estrategias del mercado. Más concretamente, al marketing. La producción en serie típica del siglo XX ha evolucionado en el siglo XXI al capitalismo de producción personalizada y adaptada a la demanda. Las empresas toman nota de la demanda para ofrecer lo que esta exige. Para el liberalismo, eso es la soberanía del consumidor, que con su demanda obliga a las empresas a producir unas u otras mercancías. En su vertiente política, el modelo de mercado se inserta en los partidos políticos de tal forma que estos procuran adaptarse a la demanda política de la ciudadanía. Lo que implica que la ciudadanía no delibera sino que simplemente opina. En los modelos de listas abiertas, por ejemplo, no se delibera cuál es el mejor candidato, sino que solo se opina cuál gusta más a la ciudadanía. De ahí que los partidos no procuren los mejores candidatos sino los que sean más del gusto de la opinión mayoritaria. Como normalmente serán los más conocidos, de ahí que la televisión se esté convirtiendo en la plataforma de lanzamiento de políticos y hasta partidos enteros.

            El problema es la ingenuidad de ese modelo ultraliberal. Sus resultados pueden observarse en la programación de los diferentes canales de televisión. Las diferentes cadenas ofrecen distintos programas televisivos, y es la ciudadanía en forma de audiencia la que hace de demanda. Las televisiones simplemente se adaptan a la demanda: los programas con más audiencia triunfan y se copian de unas cadenas a otras, y los que tienen menos demanda desaparecen (exactamente igual que la producción de mercancías en el mercado capitalista). El resultado son programas como Gran Hermano y similares. Y el grave problema político es acabar en una política de Gran Hermano, y no nos referimos al de 1984 sino al de la televisión. Partidos y políticos adaptados a los votantes-consumidores que solo ofrecen lo que ellos opinan sin el filtro de la deliberación. Lo que pasa es que, igual que el telespectador demanda Gran Hermano, el ciudadano sin virtud cívica puede demandar pena de muerte, expulsión de los extranjeros o cosas contradictorias como bajar impuestos y, al mismo tiempo, aumentar gasto social y más servicios públicos gratuitos. Opiniones absurdas que no pasarían el filtro de la deliberación, que es precisamente lo que falta.

            El meollo de la cuestión está en esa falta de deliberación. Al deliberar, es cuando el ciudadano puede percibir sus propios prejuicios, errores o absurdos, así como sus aciertos. La participación política directa sin deliberación previa es puro mercado capitalista. El consumidor demanda lo que le apetece, pero la ciudadanía debe deliberar antes de decidir: no es lo mismo consumidor (mercado) que ciudadano (política). Es esa deliberación la que filtra la voluntad particular para lograr la voluntad general. Es la contraposición dialógica de opiniones, argumentos, pruebas, críticas… lo que lleva a formarse la voluntad general. Y para eso hace falta un espacio público adecuado para que la participación política se desenvuelva ahí en ese debate. No se trata de un debate sobre si tal candidato es más guapo o si atrae más votos, se trata de un diálogo político, de una deliberación en base a razones. No es una mera contraposición de opiniones o gustos, sino un diálogo en busca de acuerdos racionales. Y para eso hace falta que haya razones que presentarse y enfrentarse en ese diálogo. Razones que son las que deben aportar los partidos y los ciudadanos. Partidos fuertes, pero fuertes en cuanto a su ideología, ideológicamente fuertes, con unas ideas, principios y valores firmes con los que enfrentarse en el ágora de la política. Partidos que busquen convencer y ser convencidos, pero no adaptarse automáticamente a la demanda u opinión mayoritaria. Partidos con vocación de transformar no solo las cosas sino las conciencias, y ser transformados, en base a las razones y argumentos de sus principios y valores; que busquen el asentimiento racional de la ciudadanía y asentir a las razones de ella, en diálogo con ella. Y no partidos que se adapten a la demanda tal cual, sin cuestionarla. Un auténtico partido debe estar dispuesto a decirle “No” a ciertas demandas de la ciudadanía por motivos de principios políticos: no a expulsar inmigrantes, no a reducir impuestos, no a mantener crucifijos en las aulas…, o a decir “Sí” a ciertas propuestas aunque no sean populares: a la República, a la interrupción del embarazo o a la eutanasia, por ejemplo.

Lamentablemente, tantas listas abiertas, primarias y no sé qué propuestas más de ese tipo no van precisamente en esa línea de construir res publica, sino de asentar con más fuerza la política a la ideología del mercado. Si no hacemos algo, dentro de poco, los partidos inscribirán la famosa frase de Groucho Marx en las puertas de sus sedes físicas o virtuales: “Estos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros”.

Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.

Bibliografía:

CONSTANT, Benjamin (2002). Sobre el espíritu de la conquista. Sobre la libertad en los antiguos y en los modernos. Madrid: Tecnos.

PETTIT, Philip (1999). Republicanismo: Una teoría sobre la libertad y el gobierno. Barcelona: Paidós.

SCHUMPETER, J.A (1984). Capitalismo, socialismo y democracia. Barcelona: Folio.

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