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Y dijo Dios: “No matarás… salvo que yo te lo ordene”

Y la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común (…) Así que no había entre ellos ningún necesitado; porque todos los que poseían heredades o casas, las vendían, y traían el precio de lo vendido, y lo ponían a los pies de los apóstoles; y se repartía a cada uno según su necesidad. Entonces José, a quien los apóstoles pusieron por sobrenombre Bernabé (que traducido es, Hijo de consolación), levita, natural de Chipre, como tenía una heredad, la vendió y trajo el precio y lo puso a los pies de los apóstoles. Pero cierto hombre llamado Ananías, con Safira su mujer, vendió una heredad, y sustrajo del precio, sabiéndolo también su mujer; y trayendo sólo una parte, la puso a los pies de los apóstoles. Y dijo Pedro: “Ananías, ¿por qué llenó Satanás tu corazón para que mintieses al Espíritu Santo, y sustrajeses del precio de la heredad? Reteniéndola, ¿no se te quedaba a ti? y vendida, ¿no estaba en tu poder? ¿Por qué pusiste esto en tu corazón? No has mentido a los hombres, sino a Dios”. Al oír Ananías estas palabras, cayó y expiró. Y vino un gran temor sobre todos los que lo oyeron. Y levantándose los jóvenes, lo envolvieron, y sacándolo, lo sepultaron. Pasado un lapso como de tres horas, sucedió que entró su mujer, no sabiendo lo que había acontecido. Entonces Pedro le dijo: “Dime, ¿vendisteis en tanto la heredad?” Y ella dijo: “Sí, en tanto”. Y Pedro le dijo: “¿Por qué convinisteis en tentar al Espíritu del Señor? He aquí a la puerta los pies de los que han sepultado a tu marido, y te sacarán a ti”. Al instante ella cayó a los pies de él, y expiró; y cuando entraron los jóvenes, la hallaron muerta; y la sacaron, y la sepultaron junto a su marido. Y vino gran temor sobre toda la iglesia, y sobre todos los que oyeron estas cosas (Hechos 4,32-5,11).

El texto anterior es la historia de Ananías y Safira, y puede leerse en los Hechos de los Apóstoles, en el Nuevo Testamento. Los primeros cristianos después de la muerte de Jesús de Nazaret vivían comunitariamente y vendían los bienes y pertenencias poniendo el dinero en común[1]. En el texto se contrapone el ejemplo de Bernabé, que hizo justo eso, con el de Ananías y Safira que, también vendieron su heredad, pero no compartieron todo el dinero sino solo una parte, guardándose la otra para ellos en secreto. Sin embargo, el apóstol Pedro se da cuenta del engaño y se lo reprocha a Ananías, el cual cae muerto inmediatamente. Tres horas después viene su esposa Safira, y Pedro la pilla en la misma mentira, tras lo cual ella también muere ipso facto. Dicen los Hechos que después “vino gran temor sobre toda la iglesia, y sobre todos los que oyeron estas cosas” (Hechos 5, 11). Y no es de extrañar, desde luego, ya que el dios del Nuevo Testamento castiga con la pena de muerte fulminante una mentira, pues el pecado de este matrimonio fue ese: no mataron, ni violaron, ni robaron, sino que mintieron al decir que entregaban todo su dinero a la iglesia cuando en realidad se quedaban con una parte para ellos. Y dicha mentira les costó su propia vida.

Un análisis del texto menos condescendiente con sus aspectos sobrenaturales y más realista muestra mucho mejor la crueldad del mismo. Si Dios no existe, y por lo tanto no puede matar a nadie, y si tampoco aceptamos que las muertes de Ananías y Safira fueran muertes naturales que casualmente coincidieron cada una justo después de que Pedro les reprochara su mentira, solo queda la conclusión de que el propio Pedro fuera el ejecutor de ambas muertes, seguramente convencido de que ese era el deseo de Dios, y como aviso para navegantes: quien ose no compartir todo su dinero con la iglesia, morirá. Ahora se entiende mucho mejor el gran temor que sobrevino en toda la iglesia: si alguno había albergado la tentación de hacer algo igual desde luego que se le iba a quitar. Además, no es extraño que sea precisamente Pedro quien está presente cuando los dos mueren y que fuera él mismo quien los matara, dado que en los evangelios se le presenta como alguien airado y violento, que portaba una espada y que no dudaba en utilizarla, por ejemplo, cuando Jesús de Nazaret es arrestado (Juan 18, 10).

Este texto es muy complicado para los cristianos. Por un lado, porque presenta a un dios que castiga la mentira con la pena de muerte. Un dios así todavía puede ser admitido en el Antiguo Testamento, pero para los cristianos el Nuevo Testamento es como un “borrón y cuenta nueva” con el que desaparece el dios airado, celoso y vengativo del Antiguo y aparece el dios de amor del Nuevo. Sin embargo, el dios del Nuevo Testamento es el mismo que el del Antiguo. Jesús mismo dijo claramente aquello de: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir” (Mateo 5, 17). Y el caso de Ananías y Safira lo confirma, el dios de Jesús y de Pedro actúa como el dios del Antiguo Testamento: usando, una vez más, la pena de muerte contra el pecado[2].

Otra razón que hace complicado este texto, y tantos otros, para los cristianos es que parecen contradecir al sexto mandamiento[3]: “No matarás” (Éxodo 20, 13 y Deuteronomio 5, 17). Aunque a primera vista no lo parezca, el mandamiento no prohíbe matar sin más. Si fuera así, no habría tantos homicidios, asesinatos, infanticidios, genocidios y masacres en la Biblia, muchos de ellos ordenados por Dios mismo, como el genocidio del pueblo de Amalec, incluyendo a los bebés y menores:

“Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Yo castigaré lo que hizo Amalec a Israel al oponérsele en el camino cuando subía de Egipto. Ve, pues, y hiere a Amalec, y destruye todo lo que tiene, y no te apiades de él; mata a hombres, mujeres, niños, y aun los de pecho, vacas, ovejas, camellos y asnos.” (1 Samuel 15, 2-3).

Hay más ejemplos: la décima plaga que Dios envía a Faraón para obligarle a dejar salir a su pueblo de Egipto[4] es la del exterminio de los primogénitos.

“Dijo, pues, Moisés: “Jehová ha dicho así: A la medianoche yo saldré por en medio de Egipto, y morirá todo primogénito en tierra de Egipto, desde el primogénito de Faraón que se sienta en su trono, hasta el primogénito de la sierva que está tras el molino, y todo primogénito de las bestias. Y habrá gran clamor por toda la tierra de Egipto, cual nunca hubo, ni jamás habrá. Pero contra todos los hijos de Israel, desde el hombre hasta la bestia, ni un perro moverá su lengua, para que sepáis que Jehová hace diferencia entre los egipcios y los israelitas” (Éxodo 11, 4-7).

El texto no puede ser más explícito: Dios mismo va a matar en una noche a todos los primogénitos de Egipto, tanto humanos como animales, tanto al primogénito del faraón (que por muy malvado que fuera su padre, ninguna culpa tenía el niño) como al de la última sirvienta (que a ver qué culpa tenían ni ella ni su hijo), pero ningún hebreo ni sus animales serán tocados. Y la razón no deja lugar a dudas: “para que sepáis que Jehová hace diferencia entre los egipcios y los israelitas”. Esto solo tiene un nombre: racismo, y un apellido: cruel.

La aparente contradicción se resuelve solo si tenemos en cuenta que los mandamientos resumidos como “Amarás al prójimo como a ti mismo” (Mateo 22, 40) no son mandamientos universales, sino mandamientos que solo obligan a los hebreos con los hebreos, pero no con los demás pueblos. La religión judía tal como viene en el Antiguo Testamento es una religión sumamente racista y xenófoba, y estos mandamientos están pensados para la conducta que los judíos deben guardarse entre sí, pero no para con los demás. Este mandamiento prohíbe que un judío pueda matar a otro judío, pero no que pueda matar a otra persona que no sea judía. Pero es más, habría que añadir que prohíbe matar a cualquier judío inocente, pues si un judío es hallado culpable de alguna transgresión de la ley judía, su pena podía ser la de muerte, ordenada también por Dios mismo. Así que, este mandamiento, lo que significa en el contexto del resto de la ley judía, del Antiguo Testamento y de la Biblia en general, es: no matarás a ningún judío que cumpla con la ley de Dios. Eso es lo que significa, y eso es lo que entendieron Jesús de Nazaret[5] y los primeros cristianos: que la vida de los judíos temerosos de Dios y practicantes de la ley divina es sagrada, pero la de los demás no vale absolutamente nada (ya sean adultos, mayores, menores o incluso bebés).

            Leyendo la Biblia resulta evidente que este mandamiento no protege la vida de todos los seres humanos: tan solo la de los judíos practicantes. Si no, ya hemos dicho que no se pueden entender todas las muertes ordenadas por Dios mismo, como por ejemplo las que tuvieron lugar con el diluvio universal. Según el libro de Génesis (cap. 8), Dios se arrepintió de haber creado a la especie humana y decidió acabar con ella, y para eso hizo que hubiera un diluvio que anegó toda la tierra sumergiendo incluso las montañas más altas. Es evidente que nunca jamás ha ocurrido tal diluvio, pues de haberlo habido quedarían las pruebas de tal acontecimiento, las cuales no hay (pese a los intentos de los creacionistas por querer verlas en cualquier sitio). Independientemente de esto, el mito del diluvio universal nos da una pista importante de cómo interpretar el sexto mandamiento. Suponiendo que alguna vez ocurriera ese diluvio, en él perecieron todos los seres humanos que hubiera entonces (excepto Noé y su familia, dice la Biblia). Aparte de ser el mayor genocidio de toda la historia si hubiera sido real, nótese que habría implicado la muerte de todo tipo de personas, incluidas personas mayores, niños y bebés (además de todas las formas de vida animales y vegetales excepto las que milagrosamente entraron en el arca de Noé). Este y otros genocidios de la Biblia, ordenados o permitidos por Dios, ofrecen la clave del “No matarás”. No quiere decir “no matarás porque la vida de las personas es sagrada”. Lo que quiere decir es: Dios es quien da la vida, y solo Dios puede quitarla. Es eso y no otra cosa lo que significa. En la retorcida y fanática mente religiosa no hay contradicción entre el sexto mandamiento y un genocidio religioso: la vida es propiedad de Dios y él la concede a quien quiere y, con el mismo poder o derecho, se la quita, sin que el sujeto de esa vida pueda objetarle nada a Dios. Dicho de otro modo: la vida no es un derecho del sujeto de esa vida, la vida no le pertenece al ser vivo, sino que la vida es algo de Dios y es Dios quien la concede y quien la retira. Digamos que Dios le presta la vida al ser humano y cuando quiera puede retirársela. De esta forma, podemos entender que Dios ordene matar a alguien o que prohíba matar a quien él no ha decidido matar. La prohibición religiosa de matar no hace referencia a ningún derecho a la vida, sino al derecho exclusivo de Dios sobre la vida. En la lógica religiosa (valga el oxímoron), lo malo de matar no está en que se le esté quitando algo (la vida) a un sujeto sino en que se le está quitando algo a otro sujeto, esto es a Dios: su propiedad exclusiva sobre la vida de todos los seres vivos. Quien quita la vida a otro está haciendo algo que solo Dios puede hacer u ordenar: matar. Matar de motu proprio está mal no porque matar esté mal en sí mismo, sino porque es algo que solo Dios puede hacer u ordenar que otro haga. Si uno mata a otro porque así lo decide él mismo, está mal, pero si lo hace porque Dios lo ordena, entonces está bien. La clave de cuándo se cumple o se incumple este mandamiento está en si Dios ha ordenado matar o no matar: esa es la diferencia entre Caín (Génesis 4, 11-12) y Abraham (Génesis 22). El pecado de Caín fue que mató a Abel sin mediar orden divina para eso. Sin embargo, Abraham no tuvo ningún reparo cuando Dios le ordenó sacrificar a su hijo Isaac, porque a él sí se lo había ordenado. Por eso mismo Moisés no tuvo ninguna objeción a la hora de matar a 3.000 judíos que habían adorado al becerro de oro justo después de bajar él mismo con el sexto mandamiento escrito por el propio Dios en una de las dos tablas de la ley (Éxodo 32, 25-33). Resumiendo: matar está bien si Dios lo ordena, matar está mal si no lo ordena.

            Lo anterior es totalmente contrario a una ética laica y racional (valga la redundancia). Para esta ética, la vida es un derecho propio, personal e inalienable del ser humano. Las teorías éticas luego discuten si ese derecho puede ser, además, extensible a algunos animales no humanos o a todos, según el criterio para determinar quién es sujeto del derecho a la vida. Sea como sea, todas estas teorías incluyen como sujetos del derecho a la vida, como mínimo, a todos los seres humanos por el mero hecho de haber nacido. La gran diferencia con el punto de vista cristiano es que para las éticas laicas la vida es un derecho del sujeto, mientras que para los cristianismos la vida es un don o concesión de Dios que puede retirar cuando él considere conveniente. Desde luego, la diferencia es importante: para la ética laica, nadie puede perder su derecho a la vida, independientemente de cualquier circunstancia, pero, para los cristianos, Dios puede retirar la vida de los sujetos, directamente o a través de sus fieles. De ahí que para la ética laica cualquier homicidio o asesinato sea reprobable, mientras que para el cristianismo no: si Dios ordena esa muerte, no hay problema porque es la voluntad de Dios. A la luz de esta concepción cristiana de la vida ahora sí es comprensible su punto de vista sobre cuestiones morales como la guerra, el genocidio, el terrorismo, la pena de muerte, la interrupción del embarazo, la eutanasia y otras: todo depende de si Dios lo ha ordenado o si no. Es esta “lógica” la que “explica” el terrorismo religioso: para el terrorista religioso (cristiano, musulmán o como sea) su acción no es reprobable sino piadosa: simplemente, cumple con la voluntad de su dios.

Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.

[1] Hay quien interpreta, erróneamente, que esos primeros cristianos eran una especie de protocomunistas. No es así: el motivo era su creencia escatológica en la inminencia de la segunda venida de Jesús y el fin de los tiempos. Lo que significaba que Jesús destruiría todo lo existente y reinstauraría la teocracia judía reordenándolo todo, por lo que no tenía sentido apegarse al orden de cosas ya que no iba a durar mucho.

[2] El capítulo 20 de Levítico hace un listado de todos los pecados que deben castigarse con la pena de muerte: sacrificar un hijo a Moloc, consultar a encantadores o adivinos, maldecir a los padres, cometer adulterio, homosexualidad, zoofilia, incesto, acostarse con mujer menstruosa y practicar espiritismo. Para completar este cuadro de horrores, solo faltaría añadir las formas de ejecución que la Biblia establece, principalmente apedreamiento y hoguera.

[3] Hay quien pensará que es el quinto, pero es el sexto. Las razones de ese equívoco están aquí.

[4] Esta historia es mucho más compleja: Faraón no permite dejar salir al pueblo hebreo de Egipto y por eso Dios castiga a Egipto con diez plagas terribles. Sin embargo, Pablo de Tarso aclara que el motivo de que Faraón no cediera no era la voluntad libre del propio Faraón sino que Dios le había endurecido para mostrar su poder (Romanos 9, 15-18). Es decir, Dios podría haberle hecho ceder a la primera, pero no, le endureció para mostrar su poder destructivo y sangriento con las diez plagas.

[5] Para entender completamente este párrafo hay que indicar que aquí asumimos las tesis de Puente Ojea según las cuales Jesús no fue un mesías espiritual sino un mesías militar e integrista judío que pretendía liderar una revuelta judía contra Roma para reinstaurar la teocracia judía. Sería posteriormente Pablo de Tarso quien tergiversara a ese mesías militar en otro espiritual, dando el paso del Jesús histórico al Cristo de la fe.

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