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El equívoco del nacionalismo y la laicidad

A Mathily, el malinés dependiente del supermercado kosher en el ataque de Coulibaly (también malinés de origen), cuando le preguntaron cómo había podido él, musulmán, defender a judíos de un ataque islamista, dijo con sencillez: no defendí a judíos, sino franceses, a seres humanos. Una respuesta sencilla, pero que contiene la característica esencial del estado democrático: la laicidad. Ser judío, musulmán, cristiano, o nada, no es un dato relevante para el Estado. Ni ser rico, aristócrata o más pobre que una rata. Todos son igualmente ciudadanos, franceses en este caso. Tendemos a categorizar a la gente según pertenezcan o no a nuestro grupo, según sean o no de nuestra religión, nuestra tendencia política o nuestros colores. Es la triste función de los estereotipos. Algo parecido a lo que pasa con el actual debate sobre la corrupción: si el corrupto es de nuestro clan, reclamamos la presunción de inocencia, pero si es del partido adversario entonces afecta a todo el partido, y a qué esperan sus dirigentes para expulsar al sospechoso, y si no lo hacen es que estaban en el ajo, etcétera. Deberíamos aprender de Mathily: un corrtupto del PSOE no es un socialista corrupto, es un corrupto. Pujol no es un nacionalista ladrón, es un ladrón. Coulibaly no es un asesino musulmán, es un asesino. Y punto.

Al día siguiente, en un programa de radio en que entrevistaban a una chica musulmana, noté que siempre decían “musulmanes en España” no “musulmanes españoles”. La marginación empieza en el lenguaje. Si nos cuesta decir el sintagma “musulmanes españoles” (o sea, españoles islámicos) es que los consideramos menos españoles, ciudadanos de segunda. La razón es que consideramos la nacionalidad española como una identidad, con una serie de características: y si las posees, eres más o menos español. Desde ser blanco y cristiano, tener un apellido en “ez” y hablar castellano, hasta ir de bares, echarse la siesta o hablar alto, todo son características que te hacen más español si las tienes, o menos, si te faltan.

Pues bien, la laicidad significa que todas esas notas de “españolidad” nada tienen que ver con la ciudadanía española. El negro musulmán de nombre Abdul, que viste chilaba, habla árabe, le gusta el Barça y no prueba el vino ni a tiros, es tan español como tú y como yo. La obligación del Estado es ser absolutamente indiferente (laico) a esas características. Al revés, el Estado debe velar para que ningún ciudadano sea discriminado por sus características identitarias. La identidad es una cosa privada, y cada uno tiene derecho a tener o escoger la que quiera, y el Estado debe proteger ese derecho. La única identidad que el Estado debe reprimir es la que sea intolerante, la que pretenda imponer o prohibir algo a los demás. O la que sea contraria a la dignidad humana: racista, sexista, esclavista.

La laicidad respecto a la religión nos ha costado doscientos años, y aún colea: por ejemplo, en el calendario de fiestas. Pero la novedad de este siglo puede ser la “laicidad nacional”: es decir, la extensión de la laicidad al terreno de la nacionalidad. Hay que superar el “principio de las nacionalidades” del presidente americano Wilson, que afirma que todo “pueblo o nación” tiene derecho a constituir un estado que lo represente. Es decir, que el Estado debe proteger y fomentar una identidad nacional determinada. Como consecuencia, los ciudadanos que no poseen esa identidad (lengua, religión, raza, costumbres) son menos ciudadanos, son ciudadanos de segunda y deben “adquirir la identidad”: deben hacerse franceses, españoles, italianos, alemanes, británicos, para corregir su “identidad desviada”. Pues bien, ese “estado nacional” ha sido el combustible de todas –o casi todas- las guerras del siglo pasado, desde la de hace cien años, que dinamitó los imperios supranacionales –otomano y austohúngaro- hasta la tan terrible -y tan próxima- de Yugoslavia. Pero sobre todo: nuestros nacionalismos, el catalán, vasco o gallego, se basan en ese mismo equívoco. El estado que propugnan es lo más opuesto a la laicidad. El estado que pretenden sería un estado no ya nacional, sino peor: un estado étnico, que te juzga y te clasifica según tu origen, tus apellidos, tu fervor patriótico, tu lengua.

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