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Túnez: elecciones, decepciones

A la espera de los resultados definitivos, que el ISIE (Instancia Superior Independiente para las Elecciones) hará públicos el miércoles, el partido islamista Ennahda ha reconocido su derrota frente al partido ‘laico’ Nidé Tunis, las dos fuerzas que han sumado, en todo caso, casi tres cuartas partes de los 217 escaños en juego (31% y 38% respectivamente). Hay algo, sin embargo, engañoso en este planteamiento dominante en los medios. La insistencia simplificadora, y hasta fraudulenta (y desde luego estereotipada), en definir a los máximos contendientes por su posición religiosa deja fuera, al mismo tiempo, las verdaderas diferencias que los separan y, por debajo, las verdaderas afinidades que los aproximan.

La cuestión religiosa, atizada artificialmente desde enero de 2011 por los aparatos del viejo régimen y enseguida contra el gobierno encabezado por Ennahda (octubre 2011-enero 2014), sólo ha movilizado a élites urbanas de derechas y de izquierdas, que han instrumentalizado la islamofobia, al más puro estilo europeo, para tratar de imponer, sin reparar en las consecuencias, sus ambiciones políticas. La islamofobia ha cumplido una función claramente contrarrevolucionaria y ha alimentado además el islamismo yihadista que, en vísperas de las elecciones, ha seguido golpeando a las fuerzas de seguridad. Pero en un país en el que la mayor parte de los ciudadanos considera su identidad musulmana como un dato irrenunciable, la islamofobia ha tenido poca repercusión en las urnas. Puede afirmarse, de hecho, que Nidé Tunis ha recibido el voto de muchos electores -conozco a algunos- que en 2011 votaron a Ennahda y por las mismas razones. La “amenaza terrorista”, la crisis económica, la desconfianza en unos partidos gobernantes desgastados por el ejercicio poco convincente del poder, han activado la nostalgia de la dictadura, pero aún más de la tradición encarnada en Habib Burguiba, padre de la independencia y déspota nacionalista hasta el golpe de Estado de Ben Alí en 1987. El ‘bourguibismo’ es nostalgia de padre, de seguridad, de estabilidad -frente a una democracia que ha traído aparejados el desorden y el terrorismo-. Liderado por el viejo caimán Caid Essebsi (una especie de Fraga Iribarne tunecino), ministro de interior de Bourguiba y presidente del parlamento de Ben Alí, vuelve el ancien regime por la vía electoral y con vestiduras históricas.

Nidé Tunis y Ennahda no se diferencian en realidad por la cuestión del laicismo (no olvidemos que la constitución tunecina consagra ese principio y fue aprobada bajo un gobierno islamista) ni por su composición de clase (el programa de Ennahda es sólo un poco más ‘socialista’ que el de Nidé) sino por sus concretos intereses empresariales y por su tradición política. Y si hubiera que introducir de algún modo la cuestión religiosa, diría que ha sido más bien la derrota regional de los Hermanos Musulmanes, con sus catastróficas consecuencias, la que ha pesado en el ánimo de un elector atemorizado -como en la España postfranquista- por los fantasmas de la guerra civil y el golpe de Estado.

Las diferencias oligárquicas y de tradición política -y aún menos las engañosas del conflicto laicismo/islamismo- no deben hacer olvidar las muchas afinidades entre los dos partidos. Con dos programas económicos muy parecidos, basados en el endeudamiento exterior, la inversión extranjera, el extractivismo y el turismo, Ennahda es un poco más sensible, al menos en su retórica, a las desigualdades sociales, como lo demuestra la reciente defensa que ha hecho Rachid Ghanouchi del capitalismo chino: “he observado que en China el marxismo no es practicado como una religión sino utilizado como fuente de inspiración de una visión social que defiende los derechos de los más pobres, y eso al mismo tiempo que se abre a la libre empresa, los intercambios comerciales sin obstáculos y las inversiones internacionales”. Los que -como el periódico recedista La Presse– insisten en plantear, la víspera de las elecciones, la lucha entre Ennahda y Nidé como una batalla “entre el velo y la modernidad”, olvidan que Ennahda es, en el ámbito político, económico y social, bastante más ‘moderno’ que el partido ‘laico’, donde convergen varios de los pasados más tristes de Túnez y encabezado, además, por uno de los hombres más viejos del país.

Los resultados de las elecciones dejan claras al menos tres cosas. La primera es el retorno de los fulul del antiguo régimen, en parte por culpa también de Ennahda, que en sus tres años de mayoría parlamentaria no quiso sacar adelante la ley -presentada por su propio gobierno- que impedía su integración en la vida política. Un buen número de exministros de Ben Alí y exdirigentes recedistas se sentarán en el nuevo parlamento y -quién sabe- recuperarán también tareas de gobierno.

La segunda es que, a pesar de la ley electoral que favorece a las formaciones pequeñas, la política tunecina se decanta muy claramente por un bipartidismo de derechas, lo que sin duda cumple las expectativas de la Unión Europea y los EEUU: un islamismo domesticado sin poder suficiente y un antiguo régimen democratizado inhibido por las nuevas instituciones. La práctica desaparición de los dos partidos de la llamada ‘troika’ (el Congreso por la República del presidente Marzouki y el Takatul de Ben Jaafar, presidente de la Asamblea Constituyente) y la mucha ventaja obtenida sobre las otras 7 fuerzas políticas que han obtenido representación, dejan a Nidé y Ennahda, sin mayoría absoluta, como únicos ejes de distribución de poder y de consenso para los próximos años.

Entre los otros siete partidos, la tercera fuerza, con un 7% de los votos, es la Unión Patriótica Libre, fundada y dirigida por el oscuro Slim Riahi, también conocido como “el Berlusconi tunecino”, magnate de la prensa y los negocios y presidente del poderosísimo club de fútbol Africain. En el cuarto lugar, con un poco más del 5%, se encuentra el Frente Popular, la coalición de la izquierda radical, que debería dejar atrás su errática andadura de oportunismos y plantar cara a las dos derechas triunfantes, si es que quiere reencontrar las oportunidades desperdiciadas e involucrar a la población en la vía de un verdadero cambio. Es una buena noticia, sin duda, su presencia en el parlamento, aunque su exiguo porcentaje, que revela grandes errores, no representa a los que -pobres y jóvenes- hicieron en 2011 la revolución del 14 de Enero.

¿Dónde están los pobres y los jóvenes? Son los ganadores, en el sentido de que son la mayoría. En octubre de 2011, en las elecciones a la Constituyente, votó más del 80% de los inscritos voluntariamente en el censo electoral. Esta vez sólo ha votado el 61%, lo que implica una abstención real (sumados los no inscritos) de más del 50%; y no deja de ser elocuente que el mayor número de abstencionistas de todo Túnez se encuentre en Sidi Bouzid, tumba de Mohamed Bouazizi y cuna de la revolución. Los pobres y los jóvenes son los ganadores, pero nadie los representa. Por eso mismo -fracaso estrepitoso de su coraje y sus sacrificios- se vuelven inevitablemente (¡no nos representan!) hacia sí mismos, hacia Italia o hacia Siria: es decir, hacia el desencanto estético, la emigración clandestina o el yihadismo. Tres años después, Túnez no es -felizmente- ni Libia ni Egipto ni Siria ni Iraq (¡ni Argelia!) y eso no es poco; pero lo único que podrá evitar realmente ese destino, maldición aparente del mundo árabe, será una verdadera democracia, política y social, de la que participen todos los ciudadanos.

(*) Santiago Alba Rico es filósofo y columnista.

elecciones Túnez 2014

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