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Nulidad de la inmatriculación de la Mezquita-Catedral, por Antonio Manuel Rodríguez Ramos

El 2 de marzo de 2006, el Cabildo Catedralicio de Córdoba inmatriculó (es decir, inscribió por primera vez en el Registro de la Propiedad) la Mezquita-Catedral con el nombre de “Santa Iglesia Catedral de Córdoba”. La inmatriculación no otorga la titularidad del derecho que se inscribe, pero sí es cierto que genera la apariencia jurídica de su pertenencia obligando a quien la cuestione a una especie de “probatio diabólica” para desmentirla. Y esto es así porque el Obispo, actuando como fedatario público de sí mismo, alegó que le pertenecía por “consagración”. Aunque pueda parecer increíble en un Estado aconfesional, el único argumento que necesitó para inmatricular la Mezquita-Catedral fue su “toma de posesión” en 1236, mediante el trazado sobre el pavimento de una franja de ceniza en forma de cruz diagonal con las letras de los alfabetos griego y latino. No presentó título formal de propiedad (la consagración no es un modo de adquirir admitido en nuestro Derecho). No acompañó sentencia judicial que reconociera haber usucapido el monumento por su posesión prolongada en el tiempo (los bienes públicos son imprescriptibles y en rigor no habría posesión civil sino un acto meramente tolerado). Tampoco se tramitó el oportuno “expediente de dominio” para salvar ambas carencias probatorias. Ni se concedió la obligada publicidad al proceso inmatriculador, como es preceptivo para toda persona física o jurídica, con el fin de garantizar que las autoridades competentes o cualquier interesado puedan presentar las alegaciones pertinentes.

En consecuencia, el Obispado de Córdoba actuó de forma privilegiada y clandestina para fabricar una prueba de la que entonces carecía, amparándose en dos normas predemocráticas y afectas de inconstitucionalidad sobrevenida que equiparan a la Iglesia Católica con una Administración Pública y a los Diocesanos con fedatarios públicos. Ambas vulneran el principio de aconfesionalidad del Estado y deben entenderse derogadas por la Constitución de 1978. Así pues, la inmatriculación de la Mezquita-Catedral y las de todos los bienes inmuebles practicadas conforme a este procedimiento serían nulas de pleno derecho. Como si jamás hubieran existido. Y la jerarquía católica tendría que volver a inscribir aquello que pudiera acreditar que le pertenece por los medios admitidos en nuestro Ordenamiento Jurídico y conforme al procedimiento común para el resto de ciudadanos. Es tan cierto que se trata de un privilegio anacrónico e inconstitucional que el Ministro de Justicia se ha apresurado a anunciar su derogación, aunque sin efectos retroactivos y concediendo un año de carencia desde su entrada en vigor para que la jerarquía católica pueda concluir esta contra-desamortización que sin duda pasará a la historia de España.

La apropiación de la Mezquita-Catedral de Córdoba es el caso más emblemático de un proceso de empoderamiento de la Iglesia Católica, que comenzó Aznar en 1998 con un simple Decreto y que terminará con esta amnistía inmobiliaria anunciada por el Ministro Gallardón. La sociedad española debe tomar conciencia de la trascendencia económica, política e histórica de esta contra-desamortización que va más allá de las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz, al permitir la apropiación no sólo de bienes privados sin dueño o de templos que siempre se tomaron por comunes (sin perjuicio de su uso religioso), sino de monumentos de un valor incalculable como la Giralda de Sevilla o que constituyen patrimonio mundial por la Unesco como la Mezquita-Catedral de Córdoba.

Hasta la reforma del art. 5.4 del Reglamento Hipotecario, realizada mediante Real Decreto en 1998, los templos destinados al culto católico quedaban fuera del Registro al considerarse “bienes comunes” como las calles o las plazas. Indudablemente, no todos lo eran. Muchos pertenecían a señoríos o a la nobleza y curiosamente contra ellos la jerarquía católica nunca se ha atrevido a litigar. Los hay que pertenecían a Órdenes religiosas, como el caso de la Iglesia de San Pablo en Córdoba que también fue objeto de la voracidad inmobiliaria del Obispado mediante el mismo mecanismo de apropiación de la Mezquita-Catedral. Tras recorrer todas las instancias judiciales, el Tribunal Supremo reconoció en 2011 que la propiedad le correspondía a los claretianos dejando en evidencia la actitud nada ética y anticristiana del Obispado. Algo parecido ha ocurrido con Iglesias o Capillas que pertenecen a hermandades o asociaciones de naturaleza similar. En pleno agosto de 2011, el Arzobispado de Sevilla se apropió registralmente de la Iglesia de la Magdalena y en menos de dos años se vio forzado a rectificar a favor de la Hermanad de la Quinta Angustia. También fue el Arzobispado de Sevilla quien inmatriculó en 2009 a su nombre la Parroquia de San Lorenzo sin contar con la Hermandad del Gran Poder a quien le corresponde documentalmente la propiedad de la capilla, que a su vez la tiene arrendada desde 1968 a la Hermandad del Dulce Nombre. El ejercicio abusivo y aberrante de este proceso de apropiación supera todos los reproches morales y legales cuando es empleado por la jerarquía católica para inscribir como templos de culto bienes que no lo son. En Navarra, consta la inmatriculación de viviendas, cocheras, tierras e incluso de un frontón. Y en sentido contrario, no menos condenable resulta que los templos de culto en ruinas no hayan sido inmatriculados para que de esta forma su restauración corra por cuenta del dinero público. O que se esperen pacientemente a que esto suceda para proceder entonces a su registro, como con la Parroquia de El Salvador de Sevilla y otros casos similares.

Que hasta el Decreto de 1998 los templos destinados al culto fueran considerados con carácter general “bienes públicos” podría parecer tan coherente en un Estado integrista (nacional-católico) como cuestionable en un Estado aconfesional. La verdad se ancla en fundamentos éticos e históricos más profundos. La mayoría de los templos católicos más antiguos se asientan sobre estructuras sagradas inmemoriales que también sirvieron para otras religiones o herejías cristianas. Y la práctica totalidad se levantaron o restauraron con el esfuerzo de todos, acorde con su finalidad comunitaria. En cualquier caso, siempre pertenecieron a las estructuras políticas que las conquistaron o mandaron construir en cada momento, sin perjuicio de su destino religioso. Obviando su origen mítico, la Mezquita-Catedral de Córdoba fue uno o varios templos béticos, godos, bizantinos, visigodos, andalusíes y castellanos. Poco importa al caso que se rezara a dioses paganos, que pasara a ser arriana o cristiana unitaria, posteriormente trinitaria, islámica o católica. No son las leyes de dios quienes conceden la propiedad, sino las leyes de los hombres. Y la Mezquita-Catedral de Córdoba, como la inmensa mayoría de las Iglesias, siempre perteneció al pueblo que respetó el uso litúrgico según cada época y religión.

Una verdad que nadie cuestionaba hasta que la reforma hipotecaria de Aznar reactivó aquellos dos artículos “preconstitucionales” invirtiendo esta lógica como un calcetín: todo lo que antes era público (por la simbiosis Iglesia-Pueblo-Estado) ahora podía ser susceptible de apropiación privada. Y aprovechando esa dejación, que tampoco se corrigió después, la Iglesia Católica ha inmatriculado miles de bienes, suyos o no, privados o públicos, siendo el más simbólico la Mezquita-Catedral de Córdoba. Este es el texto que aparece en el Registro de la Propiedad, atribuyendo la titularidad al Cabildo y el uso en exclusiva al “culto católico”.

“URBANA.- SANTA IGLESIA CATEDRAL DE CORDOBA, situada en la calle Cardenal Herrero número uno, de Córdoba; comprende una extensión superficial de veinte mil trescientos noventa y seis metros cuadrados, con igual superficie construida, según se desprende todo ello de la certificación descriptiva y grafica emitida por la Gerencia Territorial del Catastro a través del Instituto de Cooperación de la Hacienda Local, el día 21 de febrero de 2.006 que se acompaña. Linda, visto desde su entrada, por la derecha, con la calle Torrijos; por la izquierda, con la calle Magistral González Francés; por el fondo, con la calle Corregidor Luis de la Cerda; y por su frente, con la calle Cardenal Herrero. Antigua Basílica visigoda de San Vicente y mezquita. Reconquistada la ciudad por Fernando III el Santo, el monarca dispuso que en la festividad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo del año 1.236 fuera dedicada a Santa Maria Madre de Dios y consagrada aquel mismo dia por el Obispo de Osma Don Juan Domínguez, en ausencia del Arzobispo de Toledo Don Rodrigo Jiménez de Rada, asistido por los Obispos de Cuenca, Baeza, Plasencia y Coria. La ceremonia de trazar con el báculo sobre una faja de ceniza extendida en el pavimento en forma de cruz diagonal las letras de los alfabetos griego y latino fue la expresión litúrgica y canónica de la toma de posesión por parte de la Iglesia. Todo el edificio quedó convertido en templo cristiano, pero no adquirió el carácter de Catedral hasta la elección del primer Obispo, Don Lope de Fitero, poco antes del mes de noviembre de 1.238, y de su consagración episcopal en un día de los primeros meses del año siguiente. La Catedral fué declarada monumento nacional en 1.882 y momunento Patrimonio de la Humanidad en 1.984. El inmueble está destinado al culto católico.”

El Obispado la llama “Santa Iglesia Catedral de Córdoba”. Comete una metonimia y llama a la parte por el todo. Precisamente por la parte menos auténtica y menos conocida. Es evidente que no toda la Mezquita es Catedral, por más que lo autoproclame el expediente de inmatriculación (curiosamente sólo llamado “Mezquita” en la referencia del Registro en una cómica y reveladora traición del inconsciente). Sin embargo, este proceso de amputación de la memoria colectiva por parte de la Iglesia Católica, emprendido con la apropiación jurídica, simbólica y económica de la Mezquita-Catedral de Córdoba, adolece de burdos errores materiales tanto en el título como en el medio de adquisición.

A modo de resumen, la inscripción es sólo la prueba de la posible existencia de un derecho, no un modo de adquisición. En consecuencia, siempre resultará necesaria la existencia de un título material y previo que justifique la titularidad del derecho real sobre un bien inmueble, que además debe ser susceptible de propiedad privada. Para el caso de la Mezquita-Catedral de Córdoba, no existe el título material porque la “consagración” no es un modo adquisitivo previsto en nuestro Código Civil; el monumento tampoco es susceptible de propiedad privada ni puede usucapirse por tratarse de un bien de titularidad pública. Quienes argumentan la usucapión a favor de la Iglesia Católica tras la conquista castellana se contradicen a sí mismos, pues sólo puede usucapir quien no es dueño y si antes pertenecía a la corona no podrían usucapirla. Por último, las normas que amparan formalmente la inmatriculación son inconstitucionales. Así pues, la inscripción es nula de pleno derecho, sin necesidad de una norma de desamortización expresa. Sencillamente, bastaría con la declaración de la inconstitucionalidad de los arts. 206 de la Ley Hipotecaria y 304 de su Reglamento, bien por el Tribunal Constitucional o incluso por un Juez de Instancia al tratarse de una inconstitucionalidad sobrevenida. También podría bastar con el reconocimiento administrativo de la naturaleza pública del bien. Y en ambos casos, para hacer efectiva la restitución formal de la titularidad civil, tampoco haría falta la expropiación ni pagar justiprecio alguno porque nunca fue propiedad privada de la Iglesia. En sentido estricto, no habría restitución porque siempre ha sido pública.

Intentaré desgranar todos estos argumentos someramente.

1.- La inmatriculación no supone en absoluto la adquisición del derecho real inscrito sobre el inmueble. La inscripción en el Registro sólo es una prueba frente a terceros, muy contundente sin duda, pero presuntiva de la existencia del derecho y, en consecuencia, desmontable cuando se demuestra que no coincide la realidad extra registral con lo que material o jurídicamente se dice en la inscripción. O cuando se desmonta porque se practicó de manera irregular o conforme a normas inconstitucionales, como es el caso.

El legislador, consciente de la debilidad de una inmatriculación fundada en un certificado de posesión (no de propiedad) emitido por la sola voluntad del Diocesano, estableció que no sería oponible frente a terceros hasta pasados dos años (art. 207 LH). Hay que dejar bien claro que en ningún caso esto supone un plazo preclusivo para que no pueda ser impugnada. La sentencia del Tribunal Supremo de 15 de enero de 1991 declaró la nulidad de una inmatriculación de la Iglesia Católica pasados más de dos años del asiento. Es simplemente una garantía para el verdadero titular que pueda sufrir un fraude derivado de la venta durante ese tiempo y que evidencia la naturaleza clandestina de esta forma de proceder. La sentencia del Tribunal Supremo de 18 de noviembre de 1996, además de plantear la posible inconstitucionalidad de la norma, cuestionaba el difícil encaje en la legislación hipotecaria de la certificación de posesión expedida por el Obispo para acceder a la inmatriculación.

2.- Los artículos que permitieron la inmatriculación (206 Ley Hipotecaria y 304 Reglamento Hipotecario) son a todas luces inconstitucionales. 

Hasta la reforma del art. 5.4 del Reglamento Hipotecario, mediante Real Decreto 1867/1998 de 4 de septiembre (BOE 29 de septiembre 1998), los templos destinados al culto católico estaban excluidos de acceso al Registro de la Propiedad. Sin embargo, la reforma no tocó dos artículos “preconstitucionales” que equiparan a la Iglesia Católica con una Administración, y atribuían a Diocesanos Católicos la funcionalidad de fedatarios públicos. Inconstitucionalidad por partida doble.

Dice el art. 206 Ley Hipotecaria: “El Estado, la Provincia, el Municipio y las Corporaciones de Derecho Público o servicios organizados que forman parte de la estructura de aquel y las de la Iglesia Católica, cuando carezcan de título inscrito de dominio, podrán inscribir el de los inmuebles mediante la oportuna certificación librada por el funcionario a cuyo cargo está la administración de los mismos, en la que se expresará el título de adquisición o el modo en que fueron adquiridos”

Y el art. 304 Reglamento Hipotecario: “En el caso de que el funcionario a cuyo cargo estuviese la administración o custodia de los bienes no ejerza autoridad pública ni tenga facultad para certificar, se expedirá la certificación a que se refiere el artículo anterior por el inmediato superior jerárquico que pueda hacerlo, tomando para ello los datos y noticias oficiales que sean indispensables. Tratándose de bienes de la Iglesia, las certificaciones serán expedidas por los Diocesanos respectivos

Ambos preceptos chocan frontalmente con el art. 16.3 de la Constitución Española (y art. 1.3 Ley Orgánica de Libertad Religiosa), que establece expresamente que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Ni la Iglesia Católica puede ser considerada bajo ningún concepto como administración pública, ni a ninguno de sus miembros como funcionarios. Lo contrario contraviene el principio constitucional de laicidad y aconfesionalidad del Estado. Son muchos los juristas de reconocido prestigio que se han pronunciado en este sentido. Desde el más insigne hipotecarista Roca Sastre, hasta los maestros Lacruz Berdejo o Díez-Picazo. Para Albaladejo, el artículo 206 LH “parece hoy inconstitucional por lo que se refiere a la Iglesia Católica”. Peña Bernaldo de Quirós también entiende que “este privilegio de la Iglesia Católica está derogado por la Constitución conforme a su Disposición Derogatoria 3ª por tratarse de una disposición contraria a los principios constitucionales de igualdad ante la Ley (art. 14 C.E.) y de aconfesionalidad del Estado (art. 16 C.E.)”. Para la profesora De la Haza, “la confesionalidad del Estado español en el periodo en que se estableció la regulación es el origen y la justificación de la normativa”, de manera que “la legislación hipotecaria en materia de inmatriculación de bienes eclesiásticos atenta contra el artículo 16.3 CE…, en el sentido de que es anticonstitucional la equiparación entre el Estado y cualquier confesión religiosa y que es asimismo anticonstitucional que se confundan funciones estatales y religiosas”. Y para el profesor Clavería Gosálvez “la ley hipotecaria, en su texto refundido de 1946, contiene un artículo, el 206, que permite inmatricular inmuebles a favor de la Iglesia Católica simplemente con la certificación eclesiástica, a diferencia de los demás titulares que, para hacer ingresar sus inmuebles en el Registro, necesitaban acudir al expediente de dominio, al título público o a la sentencia, lo que podía provocar (ignoro si de hecho provocó) apropiaciones irregulares de fincas por parte de entidades eclesiásticas y lo que, desde luego, devino inconstitucional en 1978″.

Así pues, parece evidente que ambos artículos están afectos de inconstitucionalidad sobrevenida. Eso supone que los Jueces y Tribunales deben tenerlas por derogadas y, en consecuencia, tomar por nulas cualesquiera actuaciones amparadas en las mismas. Desde su primera sentencia (STC 4/1981, 2 de febrero de 1981), el Tribunal Constitucional resolvió con claridad y contundencia que  “la peculiaridad de las leyes preconstitucionales consiste, por lo que ahora nos interesa, en que la Constitución es una ley superior, criterio jerárquico, y posterior, criterio temporal. Y la coincidencia de ese doble criterio da lugar -de una parte- a la inconstitucionalidad sobrevenida y consiguiente invalidez, de las que se opongan a la Constitución, y -de otra- a su pérdida de vigencia a partir de la misma para regular situaciones futuras, es decir, a su derogación”. Y añadió que: “Así como frente a las leyes postconstitucionales el Tribunal ostenta un monopolio para enjuiciar su conformidad con la Constitución, en relación a las preconstitucionales, los Jueces y Tribunales deben inaplicarlas si entienden que han quedado derogadas por la Constituciónal oponerse a la mismao pueden, en caso de duda, someter este tema al Tribunal Constitucional por la vía de la cuestión de inconstitucionalidad.”

Suponiendo que existiera duda, también existe doctrina del Tribunal Constitucional en relación al art. 76.1 del Texto Refundido de la Ley de Arrendamientos Urbanos de 24 de diciembre de 1964, que al igual que los artículos citados, equipara a la Iglesia Católica con “el Estado, la Provincia, el Municipio y las Corporaciones de Derecho Público” eximiéndola del deber de justificar la necesidad de ocupación de los bienes que tuviere dados en arrendamiento. La STC 340/1993 de 16 de noviembre resolvió sin fisuras que los fines religiosos no pueden equipararse a fines públicos, especialmente cuando se lleva al paroxismo de considerar a las rei sacrae como cosas públicas y a la vez de dominio privado de la Iglesia Católica. Ello supone además la vulneración del principio de igualdad (art. 14 CE) con otras confesiones, sin que a juicio del Tribunal Constitucional exista una justificación proporcionada, objetiva y razonable. El parecido de espejo. Y en sus consecuencias, también.

3.- La “consagración” no es un modo de adquirir la propiedad. El art. 609 del Código Civil establece las diferentes vías para adquirir un derecho real sobre bienes susceptibles de propiedad privada. Y entre ellas, como es lógico, no puede ni debe aparecer la “consagración”.

4.- Los bienes de dominio público no se adquieren por la posesión en el tiempo. El Registro de la Propiedad habla por boca del Obispo de “toma de posesión”. Si el bien fuera susceptible de propiedad privada, la jerarquía católica podría haber argumentado su adquisición por la denominada “usucapión”, previo reconocimiento judicial. Pero no lo hizo porque no puede hacerlo debido a que la Mezquita-Catedral de Córdoba siempre perteneció al Estado, aunque no exista una declaración expresa que así lo confirme, de la misma manera que tampoco existe documento privado que lo niegue. No voy a entrar en el término perverso e inapropiado de “reconquista”, de raíz confesional y despreciado científicamente por todas las Universidades del mundo. Pero otorgando la titularidad por conquista a la monarquía castellana, la Mezquita-Catedral no dejaría de ser titularidad civil y pública, sin perjuicio de que la Iglesia Católica haya sido su usuaria.

La jerarquía católica, ante la contradicción que supone argumentar la usucapión de un bien inmueble que admite perteneció por conquista a la monarquía castellana, alegan una posible donación por parte de Fernando III. No existe documento que así lo acredite porque de haber existido no dudo que lo habrían aportado en el Registro de la Propiedad, donde por el contrario sí reconocen la titularidad de la corona de Castilla. Y en consecuencia, el sometimiento jurídico a su Derecho y en particular a las Siete Partidas de Alfonso X. Posteriormente, fue Carlos I, mediante Real Cédula de 7 septiembre 1555, quien dejó claro que “cuando ocurriese duda sobre Las Partidas se acudirá al comentario de Gregorio López”. Como explica con acierto el abogado Carmelo Casaño, en la Partida Quinta, Título IV de las donaciones y Ley IX, se establece que el “Emperador o rey, puede fazer donación con carta o sin carta, e valdrá”. Sin embargo, Gregorio López en la Magna Glosa aclara que “en las donaciones reales, requiérase escritura si exceden de 500 sólidos” (moneda romana que equivalía a 25 denarios oro). Una garantía mínima para evitar el expolio sin pruebas del patrimonio real. Y es evidente que el valor de la Mezquita-Catedral de Córdoba era, es y será incalculable. En consecuencia, si no existe documento en que conste la donación expresa por parte de la Corona al Cabildo (no el mero reconocimiento de una titularidad habitualmente confundida con el uso), la Mezquita-Catedral pertenece al Estado y no puede ser usucapida.

Cuando el Cabildo eclesiástico quiso destruir las arcadas centrales de la Mezquita para construir la Catedral, se opuso el Cabildo Municipal, incluso con pena de muerte para quien se atreviera a tocar los arcos. Así consta en las Actas Capitulares de 1520 y en una Real Provisión fechada en Loja el 14 de julio de 1523, declarando la Chancillería que el Provisor de Córdoba hacía fuerza en no otorgar las apelaciones que el Ayuntamiento había interpuesto en el pleito, ordenando también en ella que se levantara pena de excomunión. La sentencia real de Carlos V permitió la construcción, aunque después se arrepintiera en su visita de 1526: “Yo no sabía lo que era esto; pues no hubiera permitido que se llegase a lo antiguo; porque hacéis lo que puede haber en otras partes y habéis deshecho lo que era singular en el mundo”. La expresión también nos pertenece a todos.

Y no fue la primera vez que hubo de resolver la monarquía, es decir, el Estado. En las Actas Capitulares de 1523, Cabildo del 29 de abril, ante el derribo por la Iglesia de la parte de la Mezquita, se dice que “la manera queste templo esta edificado es vnico en el mundo e q pa su edificio se gasto grand suma de tesoro y lo principal de yncoveniente es q la capilla Real esta eincorporada en el altar mayor donde estan enterrados los rreys”… Y se añade que “otra vez que se yntento por el dean e cabildo atrás mando las dchas obras la catolica rreyna dona Isabel q sea en gloria no lo consintió e mandaron q los letrados hordene vn reqimynto sobre este pposito e que el procurados mayor con vn escriti lo notifiq al dean e cabildo pa q cesen en dcha obra fasta q su majestad sea informado o mande lo mas sea su servycio”. 

En ambos casos, las decisiones reales (negativa inicial de Isabel y permisiva de Carlos I) demuestran que no era competencia del Obispo decidir en exclusiva sobre el monumento. No era suyo. La disputa final la resolvió Carlos I. El Rey. El poder central. En consecuencia, se trata de un bien de dominio público, patrimonio mundial, y no de un bien privativo que mañana pueda ser hipotecado. Y si es de dominio público, como la Alhambra, tampoco puede ser usucapido o adquirido por su posesión prolongada en el tiempo. Aún más: debería ser gestionado por un Patronato público, en el mejor de los casos con participación de la Iglesia, pero no en monopolio ni mayoría, y siempre con las cuentas claras. Su restauración, conservación y adecuación nocturna se ha sufragado con dinero público o con el de las entradas que también hemos pagado todos los ciudadanos, aunque la Iglesia perciba el precio en su integridad y desconozcamos legalmente cuánto gana con ello.

5.- El aparente riesgo de la “usucapión secundum tabulas”. Córdoba perdió la capitalidad cultural europea y, si nadie pone remedio, también perderá su Mezquita-Catedral en 2016. Ha quedado claro que el hecho de su inmatriculación a su nombre no quiere decir que sea suya. Pero su acceso al registro permite pensar equivocadamente que pueda tratarse de un bien privado y, en consecuencia, adquirible por usucapión, es decir, por la posesión prolongada en el tiempo con los requisitos previstos en la ley.

A estos efectos, el art. 35 Ley Hipotecaria considera la inscripción como justo título y presume que el titular inscrito ha poseído pública, pacífica, ininterrumpidamente y de buena fe durante la vigencia del asiento. De manera que sólo le bastaría poseerla durante 10 años para hacerla aparentemente suya. Justo en 2016. Quede claro que sólo sería una apariencia, dado que ni incluso así perdería su condición imprescriptible de dominio público. Gracias a la oposición histórica del pueblo de Córdoba al cabildo, la Mezquita no se convirtió en una Catedral más. Que fuera Carlos I quien resolviera aquel conflicto para arrepentirse después, demuestra que nunca fue de la Iglesia. Por eso, como ciudadano de Córdoba, exijo a la Administración andaluza o estatal que reconozca la titularidad pública de la Mezquita-Catedral para evitar que pueda ser adquirida o hipotecada como un bien privado cualquiera. Porque entonces nuestra única esperanza se reduciría al utópico lanzamiento de la jerarquía Católica por impago.

Así pues, la inmatriculación de la Mezquita-Catedral de Córdoba es nula de pleno derecho. Carece de toda validez jurídica. Como si jamás hubiera existido. El Obispado la inscribió el 2 de marzo de 2006 en el Registro de la Propiedad nº 4 con el nombre de Santa Iglesia Catedral de Córdoba, aprovechando dos normas inconstitucionales y sin aportar título de dominio. Se trata de un hecho de la misma trascendencia histórica que la conquista o la construcción de la Catedral en la Mezquita. Con el agravante de haberlo llevado a cabo de espaldas a la ciudadanía y de los poderes públicos, en un acto de deslealtad institucional y con la ciudad de Córdoba dada la gravedad de sus consecuencias. En un Estado aconfesional, democrático y de Derecho como el nuestro, la Constitución es el único libro “sagrado” al que todos los ciudadanos y ciudadanas debemos respeto. Sin distinción ni privilegio de ninguna clase. Y a los poderes públicos corresponde garantizar que no existe norma alguna que la vulnere y dejar sin efecto los actos realizados a su amparo. Y es a ellos a quienes los ciudadanos y ciudadanas exigimos que estén a la altura de la historia impugnando el registro ilegal de la Mezquita-Catedral de Córdoba. Un paradigma mundial de concordia entre culturas está en peligro. Nuestra memoria y nuestra identidad están en juego.

Jornada Inmatriculaciones Madrid 2014

Antonio Manuel Rodríguez Ramos.  Doctor en Derecho. Profesor Derecho Civil, Universidad de Córdoba.

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