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Las reválidas, a examen

La nueva Ley Orgánica de Educación (LOMCE) señala en su Preámbulo un objetivo primordial: «El aprendizaje en la escuela debe ir dirigido a formar personas autónomas, críticas, con pensamiento propio.» Magnífico, pero ¿es una buena ley para conseguirlo? En particular, ¿las «evaluaciones externas de fin de etapa» (popularmente, «reválidas») sirven a ese fin básico y a otros objetivos encomiables?

            La Ley se extiende en la proclamación de buenos propósitos, como lograr «una educación de calidad como soporte de la igualdad y la justicia social», «facilitar el desarrollo personal y la integración social», «que cada alumno o alumna desarrolle el máximo de sus potencialidades», «la responsabilidad, la ciudadanía democrática, la solidaridad, la tolerancia…», «la lucha contra la exclusión» y «la educación como utopía de justicia social y bienestar». Sin embargo, la LOMCE, no obstante aciertos parciales, acaba siendo una ley deplorable por defectos críticos, como la profundización en el confesionalismo ya existente (con su carga de dogmatismo e irracionalidad, que ataca al corazón mismo del gran objetivo inicial),el menoscabo de la enseñanza pública en beneficio de la concertada, la segregación prematura del alumnado, la pérdida de horas de Historia de la Filosofía, Música, Plástica y Tecnología, la desaparición de Ciencias del Mundo Contemporáneo y Educación para la Ciudadanía, y la desdemocratización de los centros.

Pero hay un aspecto, la reimplantación de las reválidas al final de cada etapa (siendo necesaria su superación al finalizar la ESO y el Bachillerato para obtener el correspondiente título), que suscita mucha división de opiniones, digamos, a diestro y siniestro. Sus defensores apelan sobre todo al aseguramiento de unos mínimos,  la homogeneización de los aprendizajes, la homologación de los títulos y la deriva de los alumnos según sus capacidades, mientras que el rechazo se basa en que genera segregación y recuerda malos tiempos pasados, en los que ya fue un fracaso que llevó a su extinción en las postrimerías del franquismo.

Yo quiero añadir la reflexión sobre si las reválidas son lo que se asume desde la propia ley. En primer lugar, que ésta quiera establecer una evaluación del cumplimiento de los objetivos planteados, me parece digno de celebración, sobre todo si se hace a lo largo del proceso educativo, pues así se posibilitan las medidas correctoras necesarias para su buen curso. En el Proyecto de Real Decreto (de 10 de diciembre, un día posterior a la Ley) por el que se establece el currículo básico de las diferentes etapas educativas, se asegura «el derecho de los alumnos a una evaluación objetiva y a que su dedicación, esfuerzo y rendimiento sean valorados y reconocidos con objetividad».

Pero, ¿pueden ser las reválidas buenas evaluaciones de todos estos aspectos? Sería más que extraordinario, milagroso, conseguir con esas pruebas externas un conocimiento siquiera aproximado de la autonomía personal, el pensamiento crítico, el desarrollo de potencialidades, la dedicación, el esfuerzo… todo eso que se pretende de cada alumno, y que se promueve con innumerables metodologías más o menos innovadoras, que pueden incluir actividades en las que se incentiva la actitud crítica, el espíritu innovador, la creatividad intelectual y artística, la cooperación y la solidaridad, la prevención y solución de conflictos, entre otros «fines y objetivos»recogidos en el propio Proyecto de Real Decreto. ¿Es posible que una prueba puntual externa pueda entender de todo esto?, ¿entiende además de diversidad, de diferencias culturales y sociales del alumnado? ¿Es capaz, por otra parte, de detectar problemas educativos de alumnos capaces de superar sin dificultad exámenes en los que únicamente se valoran determinadas competencias?

Una evaluación efectiva sólo podría llevarla a cabo, aunque fuese de forma limitada, alguien que siguiera día a día a cada estudiante, que conociera en la medida de lo posible su entorno, que la/lo viera desenvolverse ante retos y dificultades, relacionarse con sus compañeros y con otras personas de su alrededor, que conociera sus expectativas e ilusiones… Todo eso que está fuera de las posibilidades de un examen puntual, por muy bien elaborado que esté, ¡ojalá estuviera al alcance de alguien! ¿Alguien?, pero ¡si los tenemos: los profesores o maestros que siguen día a día a ese alumno o alumna, que realizan la evaluación continua predicada por la propia LOMCE! Son estos profesionales quienes están capacitados para aquella evaluación, tan importante para aproximarse a los importantes objetivos planteados. Pretender conseguir mejores resultados con las pruebas «externas» de reválida es de una ingenuidad que daría risa si el asunto no fuera tan serio. También es, de paso, un menosprecio torpe, inadmisible, de la labor de la mayoría de los docentes, que ofrecen cada día lo mejor de sí mismos en su maravillosa pero tanta veces ingrata tarea.

Una perversión adicional, y no pequeña, del establecimiento de las reválidas, es que empuja a orientar todo el proceso educativo en función de la superación de estas temibles pruebas, como ocurre ahora con el último curso del Bachillerato, planteado como preparación de la Selectividad, o en las autoescuelas en las que se enseña a sacar el carné más que a conducir (¡pero aquí el examen se aproxima muchísimo más a su objetivo que en nuestro caso!). Que en la propia Ley se diga respecto a las evaluaciones externas que se deberá «excluir la posibilidad de cualquier tipo de adiestramiento para su superación»no es más que un brindis al Sol que revela conciencia de la previsible degeneración. La cual se conoce en inglés como TttT (Teach to the Test), que yo traduzco libremente como EeeeE (Enseñanza enfocada en el Examen): ¡para qué perder el tiempo en lo que no sirva para salir airosos de ese examen! Merece aplicarle la ley de Goodhart (que se postuló originalmente para la economía), según la cual, cuando un indicador o una medida se convierten en objetivo, pierden su valor. Y es aún peor, pues en las reválidas sólo se evalúan las competencias en algunas materias: ¿se convertirán las demás en marías? ¿No se convierte la propia LOMCE en una Ley para la Mejora de la Calificación en los Exámenes (incluyendo, cómo no, los del sagrado PISA)?

Aun así, las pruebas externas pueden tener un valor importante, al servir para diagnosticar déficits de algunos aspectos del proceso educativo ciertamente esenciales —la adquisición de un mínimo de ciertos conocimientos, capacidades o competencias—. Déficits del alumnado… o del profesorado, o sencillamente dificultades de otro tipo que conviene identificar de cara a su superación. Este valor meramente orientador lo reconoce la Ley sólo en las evaluaciones externas que se realizarán al finalizar 3º de Primaria, y al término de esta etapa. En cambio, con el limitado alcance de esas pruebas, decidir el futuro de los niños en la Educación Secundaria y en el Bachillerato me parece de una temeridad inaceptable.

Las pruebas sólo deberían tener valor discriminatorio o selectivo cuando fuera conveniente o necesaria la discriminación o selección, y cuando los parámetros medidos en ellas fueran los decisivos. En el proceso educativo analizado aquí no se cumplen esos requisitos, por lo que el empleo que se hace de las reválidas en ese sentido, segregando a muchos alumnos de una manera decisiva, de hecho irreversible, en sus vidas, no puede ser más lamentable: empezando por las víctimas directas, los estudiantes, y siguiendo por el país en su conjunto. Quiero señalar que aquellos requisitos sí que podrían darse, al menos en mayor grado, en el acceso a la Universidad. Aquí, aunque también quepan reservas, pueden importar más las capacidades medibles de manera objetiva mediante un examen. Sin embargo, ¡no habría que confundir la evaluación de los objetivos del Bachillerato con lo que se pretende en el acceso a la Universidad, las dos cosas pueden ser muy diferentes!

De hecho, respecto al último asunto se plantea un problema en cierto modo contrario al de evaluar el proceso educativo: por razones en las que no entraré, unos profesores y unos centros son más benévolos que otros a la hora de calificar de cara al acceso a la Universidad, lo que perjudica a los alumnos de los más severos. Es el caso frecuente de los estudiantes de los centros públicos (más exigentes) frente a los de los privados (más mogollones). En tal situación, hacer una media entre la calificación de los centros y la del examen selectivo (aunque el peso de la última sea inferior al 50 %) favorece a los que vienen con las notas infladas, por lo que deberían imponerse medidas correctoras que me sorprende que no se estén aplicando desde hace años: modificar las calificaciones ofrecidas por los centros atendiendo a los resultados medios de sus alumnos en la prueba selectiva.

Y ya que hablamos de la Universidad, ¿no sorprende que no se haga pasar por una reválida nacional a los universitarios al final de sus carreras o másteres? No entro en que sea o no necesario, pero desde luego estaría mucho más justificado que en las etapas anteriores, entre otras cosas, porque aquí pueden ser más convenientes las homologaciones, y porque los objetivos (más específicos, no tanto de formación humanística integral) son, en conjunto, más susceptibles de evaluación mediante exámenes. Y sin embargo, ni se plantea.

En definitiva, las reválidas —aunque se les haya cambiado el nombre para vestirlas de seda— me parecen buenas como meros, aunque interesantes, indicadores orientativos de sólo algunos aspectos del proceso educativo, pero pésimas —reinválidas, diría yo— cuando pretenden evaluar todos los objetivos de la enseñanza, pues no sólo no sirven para eso, sino que pervierten e incluso suplantan esos nobles e innegociables fines.

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