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¿Ramadán de sangre en Egipto?

El mes sagrado del Ramadán, que comienza esta semana sin fecha única para 1.200 millones de musulmanes, tiene como objeto purificar el cuerpo y el espíritu, y debería propiciar la paz y la reconciliación, pero no es probable que ocurra así este año. La guerra civil no se detendrá en Siria, pese al fuerte componente islamista de la oposición armada, y es más que dudoso que los choques sectarios cesen en Irak o que los talibanes atiendan en Afganistán el llamamiento del presidente Karzai a suspender sus ataques. Sin embargo, es en Egipto, país guía del mundo árabe, donde la apuesta es más elevada y alarmante, ya que la situación está lejos de haberse estabilizado tras el golpe militar y existe un alto riesgo de que éste sea un Ramadán de sangre, marcado por el violento conflicto interno.

Las medidas de normalización anunciadas por el presidente interino, Adli Mansur, impuesto por el Ejército, incluyen un calendario para enmendar la Constitución y someterla a referéndum, así como para celebrar elecciones parlamentarias y presidenciales. Sin embargo, quedan fuera de juego los Hermanos Musulmanes (HM) del derrocado presidente Morsi, y su brazo político, el partido Libertad y Justicia (LJ), principal fuerza política del país, que obtuvo el 47% de los votos en los últimos comicios parlamentarios. A esta legitimidad se sumó la elección de Morsi como jefe del Estado, en unos comicios sin sospecha alguna de fraude.

Que Mansur y el Ejército propugnen el retorno a la democracia suena a burla cruel, y otro tanto ocurre cuando sostienen que desean sumar al proceso a la propia Hermandad. ¿Es posible creer que, si eso ocurriera, y las urnas arrojasen el mismo resultado que en 2011 y 2012, los militares se quedarían quietecitos en sus cuarteles, los Hermanos recuperarían el poder y su línea de Gobierno, y los millones de manifestantes que forzaron su caída no se volverían a lanzar a la calle? Por no hablar de que cualquier posibilidad de reconciliación se reduce casi a cero por el acoso sistemático al principal partido islamista, la detención de sus dirigentes por supuesta instigación a la violencia, y el cierre de varios canales de televisión favorables al derrocado presidente, mientras que el nuevo asume (por delegación del Ejército) poderes casi absolutos, aunque sean provisionales.

Hay que admitir que los últimos acontecimientos no pueden despacharse de manera simplista como un golpe de Estado convencional, dado el fuerte componente revolucionario de la protesta de millones de opositores en las calles de todo el país, previa recogida de unos 20 millones de firmas por el movimiento Tamarod (Rebelde) para exigir la renuncia de Morsi. Y no todos los golpes son, por definición, condenables, como demostraron en 1974 los militares de abril que liquidaron la dictadura salazarista en Portugal y abrieron un deslumbrante proceso revolucionario. Hay ocasiones en las que conquistar el poder por vías democráticas no basta para ostentar esa más incorpórea legitimidad moral imprescindible para gobernar. Sobre todo si se incumplen las promesas efectuadas en campaña, se defraudan las esperanzas del pueblo, se fracasa sin paliativos en la gestión económica y se impone con prepotencia una agenda sectaria que excluye la discrepancia.

Mucho de esto ha ocurrido en Egipto, y gran parte de la responsabilidad recae en Morsi y los HM, pero eso no debe suponer su descalificación absoluta para conservar el poder ganado en las urnas. Se dan al menos dos elementos que aconsejan cautela a la hora de emitir un juicio sobre el golpe. El primero, que los Hermanos, aunque con alguna fractura interna y profundas discrepancias y rivalidades con el otro gran partido islamista (Nur, 25% de votos en las legislativas), cuentan aún con el apoyo de gran parte de la población. Y el segundo, que el instrumento para derrocarlos ha sido el Ejército, auténtico poder en la sombra y hoy ya a pleno sol.

De estas Fuerzas Armadas salieron todos los presidentes anteriores a Morsi, incluido Mubarak, a los que unía el desprecio por la demo0cracia real. Este Ejército, humillado repetidamente por Israel en el campo de batalla, tiene una agenda propia: consagrar e incrementar sus enormes privilegios económicos y de casta. Aunque las encuestas le sitúen como la institución más respetada, entregarle el destino del país es cómo dejar la despensa al cuidado del gato. Al mismo tiempo, supone la gran garantía de estabilidad que conviene a Israel (para la que es vital la tranquilidad en esa frontera) y a EE UU, cuya capacidad de presión se sustenta en una asistencia militar de cerca de 1.500 millones de dólares al año. Hay pocas dudas de que el golpe contó con el conocimiento y la anuencia de Obama. Su reacción pública ha sido tibia,  sin mentar la palabra golpe, entre otras cosas porque, si aceptase que eso es lo que ha sido, estaría obligado por ley a suspender la ayuda.

La oposición canta victoria, aunque cada vez con menos energía por las dificultades para formar algo parecido a un Gobierno de unidad nacional, aunque sea sin los HM. Aún predomina en el magma de fuerzas opositoras la euforia por el freno a la deriva autoritaria de Morsi, el optimismo por la esperada recuperación de una cierta tendencia a la modernidad y la tolerancia amenazadas por la agenda islamista, y el agradecimiento al Ejército por “ponerse del lado del pueblo”. Pero ése no ha sido nunca el lugar de los militares, ni hay por que confiar en que ahora sea diferente.

Puede llegar pronto el momento en el que muchos egipcios se den cuenta de que no tienen a las Fuerzas Armadas a su servicio, sino que son sus rehenes. Los uniformados creyeron posible la cohabitación con los islamistas, pero la cortaron de raíz porque Morsi fue tan iluso que creyó que podía arrebatarles una buena porción del poder real, y porque detectaron el cambio de viento y se subieron al carro de la oposición para poder dirigirlo por el camino que más conviene a sus intereses particulares.

El riesgo de que estalle un Ramadán de sangre, incluso una guerra civil, se ha visto acrecentado por la matanza de 51 islamistas por el Ejército el pasado lunes, por la proclamación de una Intifada de la Hermandad y por las multitudinarias protestas que exigen la reposición de Morsi. Cuesta creer que los HM se sumen al nuevo proceso democrático como si no hubiera pasado nada, sabiendo que los militares nunca les permitirán recuperar el poder que les arrebataron. Y, si no entran en el juego, es improbable que se queden de brazos cruzados. La historia demuestra que cuando se han visto forzados a la clandestinidad, los Hermanos han recurrido con frecuencia a la violencia, incluso al terrorismo salvaje.

Lo más perturbador a la hora de analizar la situación en Egipto es que la objetividad puede estar reñida con la percepción individual. Es difícil desde Occidente simpatizar con una opción como la de los HM que liga la religión con la política y que tiene como objetivo convertir el Corán en inspiración, incluso en elemento básico de la legislación, y en guía estricta de costumbres. Pero, al mismo tiempo, no parece razonable defender la utopía de que es posible y deseable la democracia en el mundo árabe para abjurar de ese dogma cuando el resultado sea que gana la fuerza que no nos gusta, la más ajena a nuestra cultura cívica o a nuestro particular concepto de buen Gobierno. ¿O es que se le pueden poner tantas barreras como nos convengan al principio de que debe gobernar el partido que consiga una mayoría en unos comicios limpios y democráticos? ¿Puede ser válido el argumento de que, supuestamente, esa fuerza, pese a ganar el poder con limpieza, pretende usarlo para liquidar la democracia y construir una sociedad sectaria? ¿Con qué mágica prueba del nueve se demuestra eso?

Cuando los islamistas de Hamás vencieron en las elecciones palestinas, en Occidente pareció bien que se despojase del poder a una organización terrorista y enemiga de Israel, aunque el precio fuese una guerra civil que consagró una división que aún deja Cisjordania bajo control de Al Fatal, y a Gaza bajo el de Hamás. Y cuando el Frente Islámico de Salvación arrasó en las elecciones argelinas, nadie en Europa o Estados Unidos se rasgó las vestiduras porque los militares le ilegalizaran y desconocieran el resultado. El resultado: una feroz guerra civil que se cobró 200.000 vidas y cuyas heridas no se han cerrado aún. Ojalá no ocurra ahora lo mismo en Egipto.

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