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Las religiones, la libertad de expresión y el totalitarismo ideológico

            De tiempo en tiempo sale a la palestra del debate público la pregunta sobre  cuáles son las religiones más tolerantes y afectas al ejercicio de la democracia,  y cuáles son, por el contrario, más proclives a la represión de la libertad de expresión y la implantación del totalitarismo ideológico. Desde el supuestamente civilizado y tolerante Occidente, siempre se tiende a señalar con el dedo acusatorio a aquellas creencias menos frecuentes en su entorno presente e histórico. Lo hacen incluso, a botepronto y sin un  análisis  ligeramente serio,  aquellos que se dicen progresistas: Los sectarios, los intolerantes, siempre son los otros.

             Hoy en día, se señala al islamismo como la bestia negra de la intolerancia y el fanatismo, hecho especialmente favorecido por la existencia del terrorismo de inspiración  salafista y  de Al Qaeda. Sin embargo, el tema no es tan sencillo, pues una serie de variables influyen, de forma individual o interconectada, en uno u otro sentido. A modo grosso, éstas son las siguientes: Una, grado de desarrollo cultural y/o económico del país. Dos, la  existencia o no de una religión ampliamente mayoritaria. Tres, el carácter laico o confesional del estado. Cuatro, la  importancia cuantitativa/cualitativa  del sector laicista o ateo-agnóstico.

            Evidentemente, la presencia de una sociedad empobrecida e inculta, con una creencia religiosa concreta ampliamente mayoritaria, en un estado  declarado a favor de esa misma confesión y con una escasez de ciudadanos con principios laicistas, es el caldo de cultivo perfecto para una sociedad intolerante, persecutoria del disidente o hereje, limitadora de la libertad religiosa e ideológica,  y vulneradora de los derechos humanos. Es decir,  la dictadura totalitaria perfecta. Sin embargo, el grado de importancia que tienen cada una de las cuatro variables ya mencionadas,  difiere según los casos concretos que analicemos.

            Comencemos por el grado de desarrollo económico y tecnológico. Se supone que, a mayor riqueza del país, hay mayor grado tolerancia religiosa, y viceversa.  Pero esto no se cumple en algunas ocasiones, como es el caso de Arabia Saudí y Turquía, ambos mayoritariamente musulmanes. El primero, inmensamente rico, dispone de un grado de desarrollo  de los más altos del mundo.  Sin embargo,  la intolerancia religiosa, las leyes y prohibiciones contrarias a los derechos humanos, la represión de toda disidencia política, la marginación de las mujeres, etc., le dan un carácter de cuasi  dictadura medieval. En el caso turco, a pesar de su mayor pobreza y menor grado de desarrollo tecnológico,  la existencia histórica de la revolución laicista de Kemal Ataturk en los años 20 del pasado siglo,  con la creación de un estado aconfesional y el activismo de su sector no religioso,  permiten la existencia de un grado de tolerancia religiosa, ideológica y de costumbres inimaginable en otros países similares. Es digno de nombrar, por ser poco conocido, que Turquía es  productor, consumidor y exportador de vinos y licores, lo cual es radicalmente contrario a uno de los preceptos básicos del islam.

            Pasemos al grado de implantación de una religión. En principio, si una creencia religiosa es la que practican la inmensa mayoría de sus ciudadanos, ésta intentará crear el caldo de cultivo adecuado, incluso a nivel de leyes,  para marginar y/o perseguir a las otras. Éste ha sido el caso histórico de nuestro estado español y de otros similares, en que la nacionalidad y la religión se confundían. Ser español, polaco o irlandés implicaba la casi obligatoriedad de ser católico, ser griego suponía pertenecer al credo ortodoxo, ser pakistaní  implicaba la fe islámica en su versión sunita,  ser persa  suponía ser islámico de la rama  chita, etc. Por tanto, quien era ciudadano de esos países y no profesaba el credo institucionalizado,   pasaba a ser sospechoso de deslealtad,   herejía y traición a su patria.  Por el contrario, un país con diversidad de creencias y ramas religiosas diferentes, sin que alguna de ellas fuera ampliamente mayoritaria, se suponía el edén de la libertad y la tolerancia.  Pero una vez más, no siempre es así. Veamos el curioso  ejemplo  de dos países occidentales, Estados Unidos e Israel. En el caso del gigante americano, la libertad “religiosa” es una de los pilares en que se cimentó su creación como Estado. Se puede pertenecer sin problemas a cualquier tipo de confesión, por estrafalaria, absurda e irracional que sea. Cualquiera se puede autodesignar profeta designado  por la divinidad  para la creación de una nueva doctrina, y con ello disfrutar de privilegios, exenciones fiscales y facilidades para su nuevo trabajo. La creencia religiosa concreta (salvo el islamismo por motivos políticos transitorios) no dificulta, sino al contrario, la obtención de  poder político y/o económico.   Es más fácil crear una nueva iglesia que una nueva empresa…y a veces se parecen demasiado pues el dinero está detrás de ambas. Incluso lo dicen sus billetes : “In God We Trust”  (En Dios confiamos). Pero…pero ser agnóstico o ateo declarado es otra cuestión. ¿Qué aspirante a presidente, gobernador, congresista, alcalde, etc. norteamericano se atreve a declararse no creyente? Sería su suicidio político…Incluso el afamado sector científico yanqui, con numerosos descreídos en religión entre sus filas, se cuida muy mucho de hablar más de la cuenta en público sobre este tema. El motivo de lo “mal visto” que se encuentra el sector no creyente en los USA estriba, además de de su poco activismo y organización social, en la actitud de “cierre de filas” en pro de los intereses comunes por parte de las distintas confesiones. Las diversas iglesias norteamericanas luchan y compiten duramente entre sí mismas para aumentar su cuota particular de feligreses, pero se unen como una piña a la hora de exigir ventajas fiscales, privilegios y prebendas del Estado. Por eso, la única creencia que no toleran es la “no creencia”.

            El caso de Israel es todavía más desconcertante. Ya de por sí las diferentes y muy diferenciadas ramas del judaísmo equivalen a distintas religiones, y no a una. Haciendo un símil, podríamos decir que entre un ultraortodoxo, un ortodoxo y un reformista judaico hay tantas o más diferencias que entre un católico, un protestante y un Testigo de Jehová. Además hay que añadir a los ciudadanos con documento israelí que profesan el islamismo, drusismo, etc. que son cerca del 20% de los ciudadanos israelíes. Sin embargo, quien todavía siga creyendo en la propaganda “políticamente correcta” de que Israel es una democracia (y no una teocracia), tendría que informarse exhaustivamente sobre la inmensa cantidad de privilegios que  puedes obtener si eres israelí y judío, yno si eres israelí y, digamos… islámico: Compra y venta de tierras e inmuebles, acceso a créditos, becas  y subvenciones, reagrupamiento familiar, trabajo en la Administración del Estado, et. etc. etc. Por si fuera poco, ahí tenemos la existencia del matrimonio religioso como único posible este país. Nada de matrimonio civil y divorcio. El poder del  rabinato en el estado judío es inmenso, y eso a pesar de un sector laico militante muy numeroso. ¿De dónde proviene este despropósito? Del carácter judío del Estado de Israel… Estado confesional hasta la médula.

            El párrafo anterior relativo al caso israelí, y otros, demuestra hasta qué punto puede ser decisivamente retrógrado y represivo el carácter confesional de un estado, incluso si presume  de  democracia occidental y avanzada. Sin embargo, también hay casos que no siguen la regla. El más evidente es el de Inglaterra. País confesional de singulares características, con su Jefe de Estado asumiendo a la vez la jefatura de la Iglesia Anglicana, ha derivado a través de los siglos desde un pasado de persecución sangrienta de los “herejes” a la religión oficial, hasta una muy aceptable diversidad e igualdad en el trato de las diversas creencias   y no creencias en la actualidad. Eso sí, todas las iglesias se han puesto de acuerdo para obtener, una vez más, privilegios y poderes, especialmente en el campo educativo. Situación que les ha cogido con el pie cambiado y en flagrante contradicción cuando nuevas religiones importadas con los emigrantes,  léase musulmanes, sijs, etc., han incrementado sus adeptos y exigen igualmente colegios confesionales acordes con sus normas morales también financiados por el erario público.

            Llegando a conclusiones,  y adentrándonos en el tema de la importancia del sector laicista y/o ateo-agnóstico en la calidad de la democracia existente en un país en cuanto a derechos de opinión, creencias y diversidad ideológica, vemos por todo lo anterior que éste es el pilar básico de toda libertad.  Sin una sector laico potente y organizado, que presione en pro del respeto y la igualdad de todo tipo de creencias religiosas, filosóficas, partidarias o negacionistas sobre la existencia o  no de cualquier tipo de divinidad superior, el camino hacia las desigualdades legislativas  de trato entre los ciudadanos del país es más que probable. El caso de España es muy ejemplarizante en este aspecto. Una sociedad que, tras la muerte del dictador, ha pasado en pocos años a ser bastante tolerante y diversa en cuanto a creencias y normas morales, convive con una situación de privilegios inauditos por parte de una confesión religiosa que, en la vida diaria, está alejada del sentir de la mayoría de la población. ¿Motivo principal  de esta contradicción? La hasta ahora casi total quietud de los amplios sectores laicos de este estado español, influidos absurdamente por la teoría “políticamente correcta” de nuestra modélica (¿?) Transición de que había que “evitar por todos los medios cualquier  tipo de división o  enfrentamientos en pro de la reconciliación de todos los españoles”..  De aquellos polvos, estos lodos. Pero ya es hora de rectificar,  moverse y que los no creyentes “salgan del armario”.  

            Para finalizar, una reflexión necesaria sobre una línea de pensamiento que fluctúa entre la religión y el laicismo, que es el caso del budismo. El budismo, per se, no puede ser considerado una religión como tal ya que no cree en la existencia de ningún dios o ser  superior que controle nuestras vidas. Po tanto, tiene más de filosofía y guía vital que de religión. Además, ha  predicado históricamente  el pacifismo militante, la tolerancia con otras creencias, el rechazo a las conversiones forzadas o cualquier tipo de guerra santa. Así y todo, cuando en el antiguo país independiente del Tíbet, esta “religión” se convirtió en la única existente y con carácter oficial del Estado, los monasterios y líderes budistas  se convirtieron en agentes feudales poseedores de inmensos terrenos  mantenidos por el trabajo semiesclavo de cientos de miles de siervos, lo cual se mantuvo hasta los años 50 del pasado siglo. Una prueba evidente de que hasta las creencias a priori más tolerantes y pacíficas, unidas al poder y al estado, son capaces de cualquier tipo de crímenes.

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