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El burka y nuestra civilización

Si alguna vez se regula en España el uso de velo integral habría que respetar nuestro acervo como ha hecho una reciente sentencia del Supremo

Una de las grandes paradojas surgidas en torno al debate acerca de la prohibición del uso del burka en las sociedades occidentales es el empleo, por parte de los que defienden su interdicción, de argumentos concurrentes que, sin embargo, resultan contradictorios. Y es que resulta incongruente el aplauso a las medidas legislativas proscriptivas del uso del hiyab como código de vestimenta de las mujeres, en su expresión más cercenadora, – Ley 2010-1192 de 11 de octubre de 2010 que prohíbe la ocultación del rostro en espacios públicos francesa o la Ley 2011-1778 de 1 de junio de 2011 que prohíbe el uso de cualquier vestimenta que oculte totalmente el rostro belga- con la sistemática elusión de las consecuencias jurídicas que aquellas disposiciones generan, al sostenerse esos postulados restrictivos sobre argumentos y afirmaciones de imposible refutación por ajurídicos, cuando se vincula burka y delito, nicab y coacción o chador y amenaza, se contemplen o no esos presuntos tipos penales en el corpus legislativo vigente.

Todo esto viene a cuento de la reciente y muy esclarecedora sentencia dictada por la Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo el pasado 14 de febrero que si bien, y como enfatiza reiteradamente en diversos pasajes a lo largo de sus fundamentos jurídicos, no tiene en modo alguno el sentido de respuesta a si en España y en el marco de nuestra Constitución cabe o no una prohibición del uso del velo integral en los espacios públicos al estilo de las leyes francesa o belga aludidas más arriba, da respuesta a la impugnación de una concreta ordenanza municipal. En particular, responde a la cuestión litigiosa consistente en determinar si una corporación municipal tiene entre sus competencias la regulación de aspectos accesorios de los derechos fundamentales y lo cierto es que pone sobre la mesa reflexiones de extraordinario calado que, a diferencia de los parlamentos retóricos y, por ende, inaprensibles jurídicamente, ofrecen una perspectiva realista de la cuestión.

En este sentido, la sentencia incorpora al debate una premisa insoslayable que, sin embargo, es reiterada y tenazmente eludida por quienes sostienen la incompatibilidad del velo integral con la naturaleza eminente pública de nuestra civilización, obviando, olvidando o ignorando que nuestro sistema de convivencia, “nuestra civilización” como orgullosamente ponderan, se rige de acuerdo a una serie de parámetros legales de ineluctable observancia. Como decíamos, la sentencia parte de una proposición nodal, a saber: “el uso de velo integral constituye una manifestación de ejercicio de libertad religiosa, regulada en el art. 16.1 CE y en la Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio, respecto a cuyo contenido, ejercicio y límites ha de estarse a lo dispuesto en los arts. 81 y 53 CE”.

En otras palabras, cabe conjeturar con las motivaciones que llevan a estas mujeres a ataviarse con esa prenda, pudiendo sostenerse al respecto que es el resultado de la estricta y retrógrada educación que han recibido, de la nociva influencia de valores fundamentalistas de su entorno, o finalmente, de la presión coactiva, amenazante y machista de sus esposos y familiares…, pero la carga de la prueba de esa presunta esclavitud moral debe recaer en los que pretenden imponer negativamente una manera de vestir. Si la mujer –adulta, claro está- no expresa su rechazo al rigurosísimo código de vestimenta hiyab, la presunción legal debida en “nuestra civilización” no puede ser otra que colegir que lo porta en cumplimiento de las admoniciones del Profeta en el libre ejercicio de su libertad religiosa, disponiendo la mujer, como dice la sentencia de 14 de febrero, de “medidas adecuadas por optar en los términos que quiera por la vestimenta que considere adecuada a su propia cultura, religión y visión de la vida, y para reaccionar contra imposiciones de las que, en su caso, pretenda hacérsele víctima, obteniendo la protección del poder público, no consideramos adecuado que, para justificar la prohibición que nos ocupa, pueda partirse del presupuesto, explícito o implícito, de que la mujer, al vestir en nuestros espacios públicos el velo integral, lo hace, no libremente, sino como consecuencia de una coacción externa contraria a la igualdad de la mujer, que es la base subyacente de la argumentación de la sentencia recurrida, que no podemos compartir”. Resulta difícil añadir algo más a este impecable razonamiento.

“Ninguna persona de cualquier calidad, condición y estado que sea, pueda usar en ningún paraje, sitio o arrabal de esta Corte y reales sitios ni en sus paseos o campos fuera de su cerca el citado traje de capa larga y sombrero redondo para el embozo (…)”. Con este bando pretendió Leopoldo di Gregorio en el año 1766 reducir la delincuencia en el Madrid cortesano de Carlos III, al presumir que detrás de cada embozo, de cada chambergo y de cada montera calada se escondía un facineroso. Hoy, casi doscientos cincuenta años después, se persevera en identificar el ocultamiento del rostro en la realización de actividades cotidianas con una suerte de perturbación de la normal convivencia, con la velada amenaza a nuestro sofisticado estilo de vida, y de nuevo sobre presupuestos ayunos de cualquier contraste objetivable, formulados únicamente a partir de constataciones sociológicas y tributarios de un puro voluntarismo que se aleja del rigor exigible en una sociedad, por cierto, intensamente globalizada y multicultural en la que las inquietudes de los españoles no pasan por la experiencia de coincidir en la panadería del barrio con un burka, sino en la lacerante confirmación de que vivimos en una sociedad profundamente desmoralizada donde los verdaderos maleantes actúan a cara descubierta.

La sentencia de 14 de febrero del Tribunal Supremo es escrupulosamente deferente con el resto de poderes constitucionales, conformándose con delimitar el ámbito competencial de los ayuntamientos y subrayando asimismo la necesaria observancia del principio de reserva legal que en materia de limitación de derechos fundamentales rige en nuestro ordenamiento jurídico. Es de esperar que el poder legislativo, si alguna vez tuviere a bien regular el uso del velo integral o de cualesquiera otras prendas similares en nuestro país, sea igualmente respetuoso con nuestro acervo constitucional y lo haga poniendo en valor principios estructurales de nuestro paradigma jurídico, como son la seguridad jurídica, la presunción de inocencia, la libertad ideológica, religiosa y de culto o el principio de legalidad, todos ellos activos verdaderamente identificadores de “nuestra civilización”, mucho más que el bizarro afán de algunos por protegernos de las que consideran diferentes por ocultar su rostro.

Raúl C. Cancio Fernández es doctor en Derecho y letrado del Tribunal Supremo (Sala de lo Contencioso-Administrativo).

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