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Dimisión papal y laicismo

Soy laicista. Y eso quiere decir que defiendo la libertad de pensamiento y de conciencia, y que me gustaría vivir en un país en el que el Estado fuera independiente de cualquier creencia religiosa. Y significa que considero las creencias personales como eso mismo, como personales, y que nada deberían tener que ver con lo público, porque lo público es de todos, y no todos creemos ni pensamos lo mismo. Esa es la clave de toda democracia, el respeto a la diversidad y al pluralismo.

A día de hoy en España la Iglesia católica sigue infiltrada en los asuntos de Estado. Interviene en las decisiones políticas, mediatiza la conciencia ciudadana con tendencias de pensamiento que frenan la evolución ética y el progreso de la sociedad, y mantiene buena parte de los anacrónicos y abusivos privilegios que están vigentes desde el Concordato que firmó Franco con el Vaticano, en 1953, y que se renovaron en los mismos términos en 1979. La religión, en España, no está en las iglesias, sino que está muy presente en todos los ámbitos de la vida ciudadana; en la política, en la educación, en la sanidad, en la asistencia social; manteniendo una presencia caduca y obsoleta que no le corresponde a ninguna confesión en ningún sistema democrático.

Y no hablamos de ideas, ni de espiritualidad ni trascendencia, sino de todo lo contrario, de poder y de dinero. La financiación pública de esta organización religiosa es absolutamente desmedida, y más en unos tiempos de precariedad para millones de ciudadanos. Y no hablamos, repito, de subjetividades, sino de datos muy concretos. Pocos día después de que el Partido Popular ganara las elecciones el 20-N, publicó en el B.O.E. del 31 de diciembre de 2011, Secc. I, pág.146615, la cantidad que el Estado iba a entregar mensualmente a la Iglesia , exactamente 13.266.216,12 euros, literalmente “a cuenta de la cantidad que deba asignar en aplicación de lo dispuesto en los apartados Uno y Dos de la disposición adicional decimoctava de la Ley 42/2006, de 28 de diciembre…”. Y este importe es el referido únicamente a los P.G.E, sin tener en cuenta cientos de otros conceptos por los que recibe otro tipo de prebendas e ingentes financiaciones.

Por tanto, los laicistas no discriminamos ningún ideario ni creencia personal (lo cual no se puede decir de todo el mundo), a lo que aspiramos es a la independencia de las iglesias y el Estado. De hecho, muchos laicistas son cristianos o católicos, pero con la suficiente objetividad como para entender que los asuntos de creencias pertenecen al ámbito íntimo y personal de cada quién. Y no hablo, repito, de nada extraño ni esotérico, sino de democracia. Los países de mayor tradición democrática lo saben muy bien y tienen, incluso, leyes específicas de separación Iglesias-Estado, como la Ley francesa de 1.905, en base a la cual se estipula la autofinanciación de las religiones y se las mantiene alejadas de los asuntos públicos.

El asunto de las creencias es muy otro, y cada quién tiene el derecho explícito e implícito a creer en lo que le venga en gana. Lógicamente un fanático adoctrinado y desinformado no creerá en lo mismo que un científico racionalista o una persona muy leída y cultivada. La cultura y la información, como en todo, tienen mucho que ver con la idea de moral y con el sentido de trascendencia de las personas. Aunque también la opresión y la coacción; no olvidemos que nadie se convierte en adepto a ninguna creencia religosa por iniciativa propia, y que las religiones han perseguido y siguen persiguiendo, coaccionando, e incluso asesinando aún en muchos lugares del mundo, a los librepensadores que no se adhieren a sus fanatismos, sus mitos o sus sinrazones.

Sea como fuere, el hecho concreto de la dimisión, supuestamente voluntaria, del actual jerarca de la Iglesia católica, aparte de su significado simbólico para los millones de católicos, carece de trascendencia para los laicistas. Porque después de este jerarca vendrá otro. Personalmente le deseo lo mejor en su retiro. Pero quizás de lo que se trate no sea de valorar a la persona concreta que ocupa ese cargo pío, sino de que ese relevo tenga algún tipo de repercusión en la paz del mundo, en la decencia política y social, y en la vida de las personas. Y ello sería posible si la Iglesia se moderara, admitiera los cambios humanistas y de conciencia que se han producido en el último siglo en las sociedades, respetara a los seres humanos, independientemente de sus creencias, y actuara en consecuencia, con tolerancia, con respeto y con humildad.

Tarea harto difícil. Porque ninguna religión se caracteriza, precisamente, por expandir ni la tolerancia, ni el respeto, ni la solidaridad, ni la paz, precisamente, en muchos períodos de la historia, por todo lo contrario. Y porque, parafraseando a la filósofa y escritora Ayn Rand, “Si quisiera hablar con vuestro vocabulario, diría que el único mandamiento moral es: Pensarás. Aunque las palabras mandamiento y moral son incompatibles. Lo moral es lo elegido, no lo forzado; lo comprendido y lo meditado, no lo obedecido. Lo moral es lo racional, y la razón es incompatible con mitos, coacciones, o dogmas.”

Coral Bravo es Doctora en Filología

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