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El sacerdote y el soldado compartirán el poder del faraón

El último capítulo escrito del drama que vive Egipto desde hace un año y medio establece que los sacerdotes y los soldados tendrán que repartirse los muchos poderes que detentaba el ahora agonizante faraón. Pero hay bastantes razones para apostar a que no será el definitivo. Es difícil imaginar que los islamistas y los militares del valle del Nilo terminen encontrando un acomodo semejante al que han alcanzado, no sin muchos golpes bajos, sus semejantes de Turquía. Entretanto, lo único claro es quiénes son los perdedores hasta el momento: los miles de egipcios que desencadenaron la protesta del 25 de enero de 2011 que, menos de tres semanas después, terminaría con la caída de Mubarak.

Aquellos jóvenes, a los que pronto se les sumaron muchos compatriotas de todas las edades y condiciones sociales, pretendían sacar a su país de la angustiosa necesidad de tener que escoger entre los militares y los islamistas. Soñaban con una democracia en la que los soldados se ocuparan tan solo de la defensa nacional, siempre a las órdenes del poder civil, y en la que todas las religiones y las visiones políticas pudieran expresarse libremente, sin que ninguna le fuera impuesta al conjunto de la ciudadanía. Un año y medio después, al hacerse oficial que Mohamed Morsi, el candidato de los Hermanos Musulmanes, ha ganado las primeras presidenciales egipcias libres, aquellos pioneros de Tahrir están profundamente desencantados. Su país, el más poblado del mundo árabe, comienza una cohabitación que se promete durísima entre aquello que ellos pretendían evitar: la fe y la espada.

La Junta Militar que, desde la caída de Mubarak, ejerce el poder ejecutivo en Egipto, ha tardado en proclamar, a través de sus voceros institucionales, la victoria de Morsi. Es evidente que se lo ha pensado, le hubiera gustado más poder declarar ganador al candidato mubarakista Shafiq. Pero un pucherazo semejante habría sido aún más escandaloso que la anulación por parte de los militares de las elecciones argelinas de 1992 (aquellas que dieron la victoria a los islamistas del FIS), y tal vez hubiera conducido a Egipto a un resultado semejante: una guerra civil más o menos soterrada y, en cualquier caso, larga, sangrienta y de consecuencias imprevisibles. La Junta ha optado, pues, por aceptar el triunfo de la cofradía en las presidenciales y prepararse para la cohabitación.

Egipto vive una transición convulsa desde la caída de Mubarak. En ningún momento, la Junta Militar ha emprendido con claridad y determinación la senda democrática. Por emplear un símil español, no ha habido en su cúpula ninguna pareja a lo Juan Carlos I y Adolfo Suárez. La idea de renunciar a dictar el destino nacional y a limitar sus inmensos privilegios económicos, no ha entrado nunca de veras en la cabeza de Tantaui y sus colegas. Estos se han contentado con organizar dos elecciones. Las primeras, las legislativas, con los Hermanos Musulmanes en primera posición y los salafistas en segunda, ya han sido anuladas; las segundas, las presidenciales, tienen nuevamente como ganador a la cofradía a través de Morsi. En unas y otras, la desunión de las fuerzas que en Egipto se llaman “liberales” -los demócratas laicos de cualquier tendencia- ha terminado por darle casi todo el protagonismo a los dos grupos tradicionalmente mejor organizados del país.

El período de cohabitación entre la fe y la espada que se abre en Egipto promete ser tan turbulento como lo vivido en el último año y medio. En las últimas semanas, los militares han ido apretándole preventivamente las tuercas al sucesor de Mubarak en la jefatura del Estado. Amén de su potencia de fuego, en el sentido literal de la palabra, y de su influencia en todos los niveles de la administración del Estado, la Junta Militar cuenta con el poder legislativo, que se ha reservado tras la disolución del Parlamento, y con la capacidad para redactar la futura Constitución. También han recortado las competencias del nuevo presidente.

En cuanto a Morsi y los suyos, no pueden ahora romper la baraja y echarse al monte. Eso, para empezar, no está en la tradición de los Hermanos Musulmanes, y, además, supondría un terrible deterioro de credibilidad y legitimidad entre sus propios partidarios. A los Hermanos Musulmanes les toca ahora gobernar, aunque sea con las manos atadas y con un fusil apuntándoles a la nuca.

Permanezcan atentos a sus pantallas.

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