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El principio de separación entre Iglesia y Estado

El principio de separación entre Iglesia y Estado

(corolario de la independencia entre Estado y sociedad civil)

Los fundamentos del laicismo no se circunscriben a la mera libertad de conciencia, pues, siendo éste un derecho individual fundamental, cobra su justa dimensión, a la par de otros derechos democráticos, en referencia al concepto republicano del Estado y al carácter universal de la condición de ciudadanía. Sólo si existe un espacio público que corresponde a todos (res pública), en el que nos situamos en un mismo plano en tanto que ciudadanos libres e iguales, es posible garantizar los derechos comunes, sin privilegios ni discriminación en función de las muchas particularidades e identidades que nos diferencian a los individuos desde cualquier otra perspectiva.

Esta consideración previa nos lleva a una delimitación precisa de la esfera de lo público y la esfera de lo privado. De ahí surge una primera exigencia, la de preservar materialmente el espacio público -por ser de todos- libre de cualquier tentativa de apropiación particular. En reciprocidad, desde ese ámbito de lo público, regido por leyes válidas por igual para todos y para cada uno, se debe garantizar el respeto al ámbito de lo personal y el ejercicio efectivo de los derechos individuales. La confusión entre lo público y lo privado, más frecuente de lo deseable, es fuente continua de todo tipo de abusos y atropellos, en detrimento de la igualdad de trato y condiciones legales que fundamentan la convivencia dentro de una misma comunidad política (el laos griego).

El fondo del tema no es trivial: desde el punto de vista que aquí nos interesa, hace al caso de una correcta comprensión del principio de separación entre Estado e Iglesia (esencial para una posición laicista) y, por extensión, de la recíproca independencia entre el Estado y las múltiples entidades que integran la sociedad civil (esencial para la concepción de un estado democrático).

Sin pretender agotar un tema tan polifacético, quisiera hacer una modesta contribución a un debate que no es nuevo en el movimiento laicista, pero que es preciso clarificar para una orientación adecuada en la lucha por un Estado laico.

  1. Separación estricta o colaboración

1.1. Soberanía popular y Estado de Derecho

Aunque a día de hoy la influencia de distintas confesiones religiosas, no sólo social sino también política, sigue manifestándose en tratos de favor y acuerdos de privilegio incluso con gobiernos que se pretenden democráticos, las teorías que defienden la separación rigurosa entre Estado y organizaciones religiosas tienen ya una larga historia. Tras siglos de supremacía de la autoridad de la Iglesia (en el marco de la Cristiandad) y la supeditación del poder temporal al religioso bajo el fin común de “establecer el reino de Dios en la Tierra”, los Estados Modernos se van configurando, no sin graves conflictos y contradicciones, sobre la afirmación de su independencia con respecto a cualquier otro poder concurrente. Se abre paso la teoría, defendida entre otros por Maquiavelo en su obra EL Príncipe (1513), de que el Estado tiene sus propios medios y fines (el bien común, como ya había definido antiguamente Aristóteles), distintos y separados de los que conciernen a la Iglesia (la salvación de las almas). Lo cual no impidió que continuara el mutuo apoyo de conveniencia entre el trono y el altar, el confesionalismo explícito de muchos estados, o la mutación de algunos de ellos -a partir de la expansión de la Reforma y las guerras de religión- en pluriconfesionales (reconocimiento estatal de las distintas confesiones en presencia).

Los tratadistas políticos posteriores (Hobbes, Locke, Hume, Rousseau, Montesquieu,…), al situar la soberanía popular y el “contrato social” como únicas fuentes de legitimidad para todo poder civil, suministran las bases ideológicas en que se sustentarán las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX. La soberanía de la nación, que toma su mejor expresión en la Revolución Francesa, reclama para sí y en exclusiva las competencias que hacen referencia a los derechos y deberes de todos los ciudadanos sin distinción, proclamando su autonomía y preeminencia con respecto a cualquier otro poder, a la vez que restituye al dominio público los bienes y espacios usurpados ancestralmente por instituciones privadas (monarquía, nobleza, clero,…). De ahí su confrontación con la Iglesia, que nunca ha renunciado a su antiguo papel tutelar, no sólo sobre la moral y conciencia de los individuos, sino sobre el propio Estado y sus leyes.

La libertad de conciencia, que paralelamente venía siendo reivindicada en el marco de las disputas religiosas (por ej., Pierre Bayle, a propósito de la persecución de los hugonotes), se convierte entonces en un derecho fundamental extensible a todos al margen del carácter de las personales creencias o ideas. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, la recoge como libertad de pensamiento, opinión y expresión, porque el respeto a la conciencia personal queda en nada si no contempla su manifestación pública. Hecho histórico trascendental, puesto que, teniendo la libertad de conciencia fundamento en la propia racionalidad de los individuos humanos, su reconocimiento como derecho dentro de una sociedad articulada en forma de Estado democrático (marco jurídico para garantizar derechos y deberes comunes) se convierte en requisito imprescindible para su ejercicio y expresión.

Resulta obvio, tanto en las declaraciones de la jerarquía eclesiástica como en su comportamiento práctico, que tales libertades nunca han sido aceptadas por la Iglesia. De hecho, no ha suscrito la Declaración Universal de Derechos Humanos. Tampoco se ha resignado a perder el control sobre la educación, monopolizado por ella durante siglos, en tanto se considera instrumento esencial para la formación de la conciencia moral y comprensión de nuestro mundo. De ahí que, frente a la terca resistencia presentada por los sectores clericales más reacios a perder antiguos privilegios, el Estado republicano reclama como competencia propia garantizar en un plano de igualdad los derechos universales de los ciudadanos. Entre ellos, y a modo de ejemplo, el de la educación a través de la Escuela Pública, que como tal ha de ser también laica.

Todo estado que se reclame como Democrático y de Derecho, no puede tener otros fundamentos que el de soberanía popular (que rechaza la injerencia de cualquier poder ajeno) y el de ciudadanía (que nos constituye en sujetos de iguales derechos y deberes). No obstante, contra una y otra se alzan las confesiones religiosas cada vez que intentan interferir en los asuntos de estado o procurar un reconocimiento público y privilegiado a la propia institución o al conjunto de sus fieles, separándolos de su condición de simples ciudadanos al mismo título que los demás. Pero es responsabilidad del Estado Democrático y de Derecho que en ningún caso prosperen tales propósitos contarios a las más elementales exigencias de una democracia.

1.2. Ciudadanía: distinción entre esfera pública y privada

Las connotaciones de igualdad y universalidad que integra el nuevo concepto de ciudadanía definen el ámbito de lo público y común (participación política, seguridad, educación, salud,…), cuya provisión y preservación competen al Estado y a sus instituciones. Pues los derechos individuales quedan vaciados de contenido sin las condiciones legales y materiales que los hacen posibles. Es en ese espacio compartido, donde se hace prevalecer la igualdad de todos a título de simples ciudadanos, en el que las particulares diferencias de origen, etnia, sexo, ideología, etc. no son tenidas en cuenta, porque no pueden ser fuente de privilegio ni discriminación.

Paralelamente, la esfera de lo privado (libertad de pensamiento y acción) debe contar también con las garantías del Estado de que no se vea menoscabada. Pero éste sólo asume una obligación en negativo: que sea respetada, no interferida, no limitada más allá de las exigencias superiores del orden público y de la compatibilidad con los derechos de los demás. Sin embargo, en ningún momento el Estado tiene obligación en positivo de promover o apoyar tal o cual iniciativa o ideología particular, porque supondría otorgar carácter público a lo que por su origen y finalidad sólo tiene carácter privado.

De ahí se deriva la distinción entre las cuestiones sometidas al derecho público y las que lo están al derecho privado, por más que sea una institución estatal, pero independiente del resto de poderes (los tribunales de justicia), quien deba garantizar el ejercicio y cumplimiento de ambos.

Esta delimitación de campos, entre lo público y lo privado, es la base sobre la que se fundamenta el Estado Laico, el que integra al conjunto de los ciudadanos en una misma comunidad de convivencia, que no admite trato desigual por razones de creencias o convicciones ideológicas, a la vez que no interfiere en aquellos aspectos que hacen referencia a la libertad y particularidades de los individuos (pensamiento, creencias, derecho a la intimidad y a la propia identidad,…). Para garantizar lo uno y lo otro, el Estado está obligado a rechazar la injerencia de lo privado en lo público, entendida como la imposición de intereses materiales o ideológicos particulares en el espacio de lo universal y del interés general. Pero, a la vez, se hace garante del respeto a los derechos individuales universales que ningún poder estatal ni circunstanciales mayorías pueden restringir a no ser por causas de fuerza mayor (los límites del bien común y los derechos ajenos antes señalados). Los derechos democráticos, como conquista histórica y racional de la humanidad, no pueden ser cuestionados en sí mismos. Sólo cabe discutir y aquilatar las mejores condiciones para hacerlos efectivos y no meramente declarativos.

Esa separación entre lo público y lo privado, y en referencia al terreno concreto de las creencias religiosas, es lo que ha venido a definir, en su justa acepción, la aconfesionalidad, neutralidad o laicidad del Estado. Éste, que es de todos, no profesa religión alguna (cuestión de conciencia y por tanto algo privado) o, si se quiere, ninguna confesión religiosa puede tener carácter estatal ni invadir el marco común que atañe al conjunto de los ciudadanos. A la vez, el Estado no entra ni se pronuncia sobre cuestiones estrictamente religiosas u otro tipo de convicciones personales.

Es preciso señalar que esta separación entre Estado e iglesias no es biunívoca (no se da entre dos poderes iguales e independientes en un mismo plano), pues el primero integra a la totalidad de la ciudadanía, mientras que toda organización religiosa tiene carácter particular, por mucho que a lo largo de los siglos -y para justificar un tratamiento de privilegio-, la Iglesia Católica se haya definido a sí misma como “sociedad completa y perfecta”. En tanto que asociación de carácter privado de individuos que profesan unas mismas convicciones o creencias, debe someterse como cualquier otra al marco jurídico común democráticamente establecido y no gozar de un estatus diferenciado.

1.3. El equívoco de la “colaboración” entre Estado e Iglesia

Sin embargo, el empeño de las distintas iglesias y confesiones en mantener prerrogativas del pasado y la debilidad de muchos gobiernos ante sus presiones, hace que persistan situaciones contrarias a los principios de un Estado de Derecho y Democrático. Por más que hoy se quiera desviar la atención cínicamente a los que son o se propugnan como estados islámicos, aún existen en la misma Unión Europea estados confesionales que se autodefinen como anglicano, luterano u ortodoxo. Incluso dentro de los que se declaran constitucionalmente como aconfesionales, no son pocos los estados que mantienen relaciones privilegiadas con las confesiones consideradas “mayoritarias”, especialmente con la Iglesia Católica, a través de acuerdos y concordatos. Donde el pluralismo religioso es un hecho, la aconfesionalidad formal, lejos de derivar en estados plenamente laicos, se ve negada con el reconocimiento institucional, financiación y colaboración con las distintas confesiones.

El “principio de cooperación” –ambigua reformulación de las antiguas relaciones a la que ahora se acoge la Iglesia obligada por las circunstancias- está recogido también en el artículo 16.3 de nuestra Constitución. Dicho principio, enarbolado hoy por las distintas confesiones, establece o permite establecer, mediante acuerdos que lo desarrollan, ciertos privilegios de las confesiones religiosas y obligaciones de los gobiernos para con ellas (distintas forma de financiación, exenciones fiscales, presencia en las instituciones públicas,…), que contradicen palmariamente el principio democrático de la separación entre Estado e Iglesia.

Algunos se escudan en sutilezas alegando que la Constitución define un estado aconfesional pero no laico, entendiendo lo primero en un sentido restrictivo (no hay religión oficial del Estado), pero sin las consecuencias legales y prácticas que conlleva la plena laicidad. En todo caso, por encima de la letra de la propia Constitución, está la vigencia admitida por todos los gobiernos de la “Transición democrática” (hasta hoy) de acuerdos internacionales como el Concordato de 1953 y los Acuerdos con la Santa Sede de 1979, que reconocen derechos en el ámbito nacional a un poder fáctico internacional (sólo por aberrante distorsión puede considerarse al Vaticano como estado al uso). En ellos se amparan relaciones de evidente confesionalidad, así como la escandalosa financiación pública de la Iglesia, algo que incluso los tibios liberales del siglo XIX le negaron tras proceder a la desamortización de sus bienes.

El problema no es de términos sino de contenidos y de los desarrollos legales que se pretenden justificar, pues todo concepto es susceptible de vaciamiento y perversión cuando existe voluntad de ello. Los sectores clericales pretenden justificar el supuesto derecho a contar con la “colaboración” del Estado invocando el concepto de laicidad positiva, abierta o inclusiva (el Estado no tiene confesión alguna, pero contribuye al mantenimiento de todas, permite su presencia e influencia en el espacio de lo público y les dispensa cierto trato de favor en consideración al carácter peculiar de su labor). Oponen ese concepto tergiversado al laicismo o laicidad a secas (estricta separación), que tachan de agresivos o fundamentalistas. Intencionadamente pretenden confundir la libertad de culto y el derecho a manifestar públicamente las creencias personales con su intromisión en las instituciones públicas o estatales, la participación de éstas en las actividades confesionales e incluso la exigencia de contribuir a su promoción.

Pero también los gobiernos que se pliegan a las presiones de las jerarquías religiosas tratan de justificar ese principio de colaboración o cooperación. Unas veces aluden a la función social que cumplen las religiones, en el sentido genérico atribuible a toda institución u organización social en la que participan un número determinado de ciudadanos, subrayando su más que discutible papel en la “cohesión social” (para otros, más bien de división y segregación), por no hablar de quienes aún les reservan un lugar privilegiado en la preservación de los “valores morales”. Como después aclararemos, no todo lo que es social (como parte de la sociedad o que tiene una dimensión social) debe tener por ello carácter público o estatal.

Otro de los argumentos justificativos, aparentemente más en consonancia con los nuevos tiempos, hace referencia al pluralismo, así de impreciso, que el Estado no sólo estaría obligado a garantizar sino también a promover. De ahí su deber de colaboración con las plurales creencias o ideologías y las organizaciones que las sustentan. Aparte de que los textos constitucionales y documentos de organismos internacionales suelen hacer referencia específica al pluralismo político (programas y partidos) que deben tener cabida en todo sistema democrático, de nuevo se incurre en una confusión de ámbitos y competencias. La sociedad es plural en sus múltiples manifestaciones (lenguas, etnias, culturas, tradiciones, ideas y creencias, agrupaciones en torno a intereses y aficiones,…). Los estados deben reconocer ese pluralismo de hecho, no obstaculizar sus legítimas y variopintas expresiones, no privilegiar a unas frente a otras. Pero su obligación específica consiste en hacerlas compatibles con un proyecto común de ciudadanía: el marco de derechos y deberes compartidos, el sometimiento a las mismas leyes para permitir el más amplio desarrollo de la personalidad y libertad de los individuos dentro de un espacio común de convivencia.

En modo alguno se deriva del respeto al pluralismo social un deber del Estado de promocionar tales o cuales ideologías o creencias particulares, porque, aparte de que en muchos casos pueden ser aberrantes, contrarias al desarrollo científico o al simple sentido común, sería convertir en público lo privado y, a la vez, romper la imprescindible distinción entre Estado y sociedad civil.

  1. La mutua independencia entre el Estado y la sociedad civil

2.1. Dos ámbitos a no confundir dentro de una democracia

Al igual que la libertad religiosa no es sino una concreción particular del derecho universal a la libertad de conciencia, la separación entre Iglesia y Estado, sin obviar su especial relevancia histórica, no deja de ser también una derivación del principio democrático más general que regula las relaciones entre Estado y sociedad civil: su mutua independencia, tanto para preservar la esfera de lo público respecto a la injerencia de intereses particulares, como para preservar la libertad de los individuos y sus libres opciones asociativas de una posible invasión totalitaria del Estado (o de quienes se lo apropian).

Efectivamente, la delimitación de las competencias del Estado en relación a los derechos y deberes que conciernen al conjunto de los ciudadanos conforma la parte sustancial de toda Carta Magna o Constitución Democrática y debe ser un principio rector de sus posteriores desarrollos legales. En función de su universalidad, el Estado está obligado a garantizarlos a todos por igual. Ninguno de esos derechos y deberes, que integran lo que suele definirse como “interés general”, pueden verse sometidos a restricción, privilegio o discriminación, en función de intereses o posiciones ideológicas particulares, ni siquiera si son mayoritarias (los derechos individuales no están sometidos a votación, pues son considerados como derechos naturales). La intromisión y prevalencia de cualquier interés particular en el espacio público y común no puede sino generar desigualdades contrarias al concepto mismo de ciudadanía y conducir a la perversión de elevar a público y obligatorio para todos lo que es simplemente privado (de pocos o de muchos).

Pero, a su vez, el Estado no puede extralimitarse en sus competencias violentando las libertades individuales, entre las que figura no sólo la libertad de pensamiento y expresión sino también la libre asociación para cualquier fin lícito. El cuerpo social es mucho más amplio y rico en expresiones que los organismos de exclusivo carácter estatal. La sociedad civil, integrada por el conjunto de instituciones y movimientos sociales ajenos a las estructuras gubernamentales, es parte inherente e indispensable para todo régimen democrático, a condición de que sean realmente libres e independientes del aparato estatal. Las múltiples y variadas entidades asociativas que habitan la sociedad civil (sometidas a un régimen jurídico común y regidas por el derecho privado, como antes se ha señalado) tienen, o deberían tener, sumo interés en defender escrupulosamente su independencia con respecto al Estado, sin intentar sustituirlo ni tampoco convertirse en meros apéndices. Y eso es lo que trata de establecer cualquier tipo de asociación en los respectivos estatutos al definir sus fines y los medios de que se dota para llevarlos a cabo. La mutua independencia entre el Estado y las organizaciones de la sociedad civil implica que ninguno de ellos utilice los medios del otro para sus propios fines. Y esto vale, con mayor rigor si cabe, en lo que hace a los recursos económicos.

De lo contrario se estaría incurriendo en la apropiación privada de lo público de formas diversas (malversación de fondos públicos, prevaricación, utilización de cargos oficiales para intereses particulares,…), porque, desde un punto de vista estrictamente democrático, los recursos del estado no pueden ser empleados sino en los servicios públicos que caen bajo su competencia. Es la exigencia más elemental que sobre el destino de sus impuestos puede plantear cualquier ciudadano, pues en modo alguno cabe admitir que su contribución -legal y obligatoria- al sostenimiento del bien común sea desviada al provecho de particulares o a fines privados, por encomiables que puedan parecer a algunos.

De otra parte, inevitablemente, la dependencia de los recursos del Estado conlleva, se quiera o no, la subordinación de los fines propios de las organizaciones sociales a la política y a los planes emanados de los poderes públicos y de quienes detenten eventualmente la mayoría en ellos. No se trata de que Estado y sociedad civil se solapen o sustituyan en sus funciones, sino de que cada cual cumpla las suyas propias, que son distintas en una democracia. La integración directa o indirecta de las instituciones civiles en el aparato de Estado es lo que define a un estado totalitario, por más que muchas de ellas se sientan cómodas y persigan incluso esa integración.

2.2. La ofensiva privatizadora del espacio público

Curiosamente, en ese totalitarismo y confusión de ámbitos confluyen hoy dos tendencias aparentemente opuestas pero que coexisten amigablemente en las políticas neocons predominantes en nuestro mundo globalizado.

Una de ellas, la hasta ahora denunciada, es el clericalismo ancestral y la intrínseca vocación “católica” (en el sentido de imponer universalmente sus creencias) que caracteriza a todas las confesiones religiosas, tratando de utilizar los poderes públicos y su fuerza coactiva para fines proselitistas. De ahí que no cejen en su empeño, aun en una sociedad crecientemente secularizada, por “reconquistar” (Benedicto XVI dixit) el terreno perdido aliándose con los sectores políticos y sociales más retardatarios.

La otra es la ofensiva ultraliberal que, al propugnar cada vez menos Estado (“Estado mínimo”), viene desde hace tiempo desmantelando y reduciendo el espacio de lo público, apropiándose de partes cada vez más importantes de él con la privatización de servicios y prestaciones destinados a dar cobertura y garantía estatal a derechos universales (salud, educación, desempleo, pensiones, seguridad,…). Ese “neoliberalismo”, lejos de situarse en continuidad con los objetivos ilustrados y liberales de antaño, se plantea todo lo contrario: destruir el concepto republicano de ciudadanía (soberanía popular, participación y control ciudadano del Estado para el ejercicio efectivo de los derechos y libertades comunes). Ahora son los “mercados” (eufemismo para designar a los poderes económicos fuera de todo control democrático) quienes, reeditando un “clericalismo” de nuevo cuño y apariencia laica, dictan la política a seguir por esos estados debilitados que, no obstante, se convierten en férreos transmisores y ejecutores de sus directrices.

Ni que decir tiene, que el encogimiento y práctica desaparición del espacio público niega de raíz las condiciones que hacen posible el ejercicio real de los derechos reconocidos constitucionalmente. Si no hay, o cada vez hay menos, Escuela Pública, Sanidad Pública, Medios Públicos de Comunicación, etc., desaparecen o menguan los derechos a la educación, a la salud, a la libre expresión,… La ciudadanía, despojada paulatinamente de un efectivo control del terreno político y ocupado su propio espacio por el “libre mercado”, queda en mera invocación carente de todo significado práctico.

En el recorrido inverso, la integración de cualquier tipo de asociación en el aparato de estado, por diversas vías de financiación y vinculación, conlleva, por tanto, la supeditación de sus fines no sólo a los planes de quienes detentan el gobierno en cada país, sino también a las políticas globales que vienen definidas desde esas poderosas y oscuras instancias internacionales. De esta forma, se impide toda expresión independiente no sólo entre las diferentes fuerzas políticas que habitan las instituciones, sino también dentro del entramado de organizaciones de la sociedad civil, que en mayor o menor medida dependan del apoyo y subvenciones de los gobiernos (partidos, sindicatos, grupos y colectivos de diversa índole, asociaciones religiosas, ONGs de todo pelaje que son todo menos “no gubernamentales”,…).

Sea en nombre de intereses espirituales o abiertamente materiales, iglesias y poderes económicos empeñados en apropiarse de lo público, confluyen en la destrucción del espacio en que es posible el ejercicio real y no meramente formal de los derechos democráticos. A no ser que nos conformemos con una posición puramente ideológica, el movimiento laicista no puede asistir indiferente, y menos ser connivente con esta alarmante pérdida de espacio público estatal y la paralela dislocación de la sociedad civil, que dejan cada vez menos margen para el desarrollo efectivo de libertades y derechos.

El poder sin límites y la unilateral libertad de los capitales está destruyendo las bases del estado democrático, reducido a simple correa de transmisión de sus mezquinos intereses, a los que se subordinan no sólo las instituciones públicas sino también el conjunto del tejido de la sociedad civil (desde los mass media a cualquier expresión política o social), tratando de eliminar todo signo de independencia. La creciente devaluación de lo público y su confusión con los intereses privados han calado hasta tal punto entre el conjunto de las fuerzas políticas (incluida la izquierda tradicional) y los medios de comunicación, que no es de extrañar el desconcierto y vacilaciones entre las propias filas laicistas a la hora de pronunciarse sobre hechos concretos contradictorios con los principios que decimos defender.

Desde esta perspectiva más general (la mutua independencia entre instituciones del estado e instituciones de la sociedad civil, la preservación del ámbito público como condición imprescindible para el desarrollo de los derechos democráticos universales), el laicismo puede situar de forma más ajustada el corolario de la separación entre Estado e Iglesia.

Lejos de confundirse con posiciones antirreligiosas viscerales, el laicismo aparece así como el auténtico defensor de los valores republicanos (preservación de la res publica o espacio común de ciudadanía), los de una sociedad democrática e integradora, donde todos los individuos y colectivos se pueden sentir respetados en su particularidad en un marco de convivencia como ciudadanos con iguales derechos, sin peligro de que los propios puedan verse atropellados por la superior fuerza de otros.

Los creyentes honestos, que quieren preservar su intimidad y su derecho a dar testimonio de la fe que profesan, deben estar interesados, al mismo nivel que los adeptos a otras creencias o convicciones, en defender su autonomía evitando toda confusión entre el plano político (que comparten con todos sus conciudadanos) y el religioso (que pertenece a la conciencia personal y en todo caso sólo comparten con los de iguales creencias).

La recíproca autonomía de ambas esferas, la pública y la privada, es exigencia imprescindible para alejar la posibilidad de un estado totalitario, bien sea porque lo particular se impone a todos a través del poder coercitivo de las instituciones estatales o bien porque el Estado, en nombre de un falso “interés general”, invade y coarta las libertades individuales que, para conservar la legitimidad de su origen, debería proteger. De ahí que el Estado laico, en su celo por deslindar el ámbito público y el privado para salvaguardia de ambos, es el único que se ajusta a los postulados de un Estado democrático.

  1. Implicaciones de los principios laicos y democráticos

3.1. La separación Iglesia/Estado como principio constitucional de derecho.

El respeto a la libertad de conciencia de todos, remite ante todo a un estatuto jurídico y político de carácter principista y general, irreductible por tanto a consideraciones de tipo psicológico o sociológico. Algo que debería quedar meridianamente claro en constituciones, leyes y en cualquier acuerdo de Estado. Cuando se plantea, por ejemplo, la cuestión de la presencia de símbolos religiosos o de particulares ideologías en el ámbito de una institución pública, el problema no estriba en que alguien se sienta “molesto” por dicha presencia, ni mucho menos remitirlo a tradiciones o a eventuales mayorías o minorías. Simplemente se trata de diferenciar y separar a priori lo que tiene carácter público y lo que tiene carácter privado, que en ningún caso debe teñir con su particularidad el marco común. Incluso en el supuesto de que en un centro o en un aula todos los presentes participen de las mismas creencias o convicciones, la neutralidad de la institución pública es condición necesaria de posibilidad (como diría Kant) para la existencia de la libertad de conciencia presente y futura de quienes están obligados a compartir un mismo espacio público, por ejemplo el escolar.

De ahí la falta de consistencia jurídica de algunas sentencias sobre la presencia de crucifijos en las escuelas (o en otros espacios públicos y oficiales) cuando se remiten a tradiciones o acuerdos mayoritarios para mantenerlos o al pluralismo de facto para eliminarlos. Buena prueba de tal inconsistencia son la reciente sentencia del Tribunal Europeo sobre los crucifijos en los colegios de Italia y el de nuestro Tribunal Constitucional sobre la patrona religiosa de un colegio profesional (que en sus estatutos se declaraba aconfesional). Pero, de igual inconsistencia pecan también los alegatos jurídicos que se fundan en difíciles apreciaciones sobre los límites entre proselitismo lícito e ilícito, sobre si la mera presencia de un símbolo implica adoctrinamiento y coacción para las personas, o si se justifica el trato preferente otorgado a uno de ellos por identificarse con él una mayoría social, etc. Ese tipo de argumentos siempre dejan la puerta abierta a la plural subjetividad de los individuos (y a la particular interpretación del juez de turno) o a la perspectiva comunitarista propugnada por una laicidad inclusiva y abierta, dispuesta a incorporar otros símbolos cuando sean requeridos por padres y alumnos o de mantener los existentes si no levantan la protesta explícita de nadie.

Al margen de circunstancias sociológicas y de los sentimientos personales, previo a cualquier casuística, está el principio de derecho de la separación entre Estado e iglesias, la preservación del ámbito común frente a cualquier apropiación de carácter particular, lo que exige entre otras cosas la neutralidad religiosa e ideológica de las instituciones, espacios y actos públicos. Esa neutralidad no puede ser entendida de forma retorcida como pasividad ante la invasión de lo público por todas y cada una de las opciones ideológicas en presencia y competencia, sino como exigencia de abstención o reserva de todo aquello que, siendo lícito en el ámbito privado, no puede tener la pretensión de traspasar sus propios límites y de imponerse en el espacio que es de todos.

Allí donde la invocación en exclusiva a la libertad de conciencia, desde la mera subjetividad de los individuos, podría no ser determinante, el concepto republicano de estado y de ciudadanía (lo relativo a la res pública y los derechos en ella fundados) seguiría exigiendo la separación jurídica estricta de las esferas pública y privada, incluyendo en ésta las convicciones y creencias personales.

3.2. Cargos institucionales y actos confesionales

Más claridad existe dentro del movimiento laicista acerca de las implicaciones de la neutralidad exigida en el comportamiento de las instituciones, aunque sea justamente el aspecto menos respetado en la práctica cotidiana. Los cargos públicos, cualquiera que sea el procedimiento por el que llegan a ocuparlos, representan en el ejercicio de sus funciones al conjunto de los ciudadanos. Tales funciones no pueden ir más allá de gestionar lo público y común. Fuera de ese ámbito gozan de los mismos derechos individuales que el resto (por ejemplo, expresar y practicar sus creencias religiosas).

Pero un funcionario público o una autoridad civil en modo alguno deben participar, en calidad de tales, en actividades de tipo religioso, ni utilizar simbología religiosa en los actos de carácter oficial. Tal como se ha señalado anteriormente, eso implica otorgar a un hecho privado sello público. Y viceversa: no ha lugar para la intervención de autoridades eclesiásticas en actos oficiales, ni a la presencia de ministros de las confesiones religiosas en los espacios públicos, porque supone permitir el uso sectario de instituciones que representan al conjunto de los ciudadanos y están sostenidas por todos.

Lo que es válido para las confesiones religiosas lo es también para cualquier otra entidad de carácter privado. De ahí la sensibilidad ciudadana ante los hechos de corrupción política. La hay cuando se hace un uso partidista de los cargos públicos o se utilizan las instituciones de todos para provecho de intereses particulares, al margen de las leyes y normas comunes que exigen igualdad de trato para todos los ciudadanos con independencia de sus ideas y adscripción política.

3.3. Dinero público y subvenciones a privados

Otra consecuencia fundamental de la separación entre lo público y lo privado tiene que ver con lo referido a las finanzas del Estado. Asunto bastante menos claro incluso dentro de sectores que se reclaman de la democracia y del laicismo.

Si el dinero público (recaudado vía impuestos) debe ser destinado a lo público, no es admisible desviarlo hacia la financiación de fines privados, entre los que se incluyen las confesiones religiosas, el mantenimiento de sus cultos y ministros, así como cualquiera de sus proyectos y actividades.

Podemos discrepar sobre los criterios y cuantías que en los Presupuestos Generales del Estado se destinan a cada capítulo, pero mientras se dediquen a cubrir el conjunto de responsabilidades que competen al Estado y sean aprobadas en un Parlamento representativo, no caben objeciones desde el punto de vista democrático. Lo mismo cabe decir de cualquier otra administración pública como comunidades autonómicas y ayuntamientos. Pero de ninguna manera puede admitir el ciudadano que su contribución a las arcas públicas termine financiando proyectos particulares, cualquiera que sea la opinión que le merezca su finalidad.

El hecho de que concurran distintas entidades privadas a una subvención pública, aún en igualdad de condiciones (como algunos reclaman frente al trato de privilegio dispensado a la Iglesia Católica), no hace más democrático el desvío de fondos. Otra cosa, de índole distinta, es que las administraciones públicas puedan contratar con sectores privados actuaciones puntuales (por ejemplo, la construcción de carreteras) para llevar a cabo planes públicos, siempre que no se trate de servicios permanentes a la comunidad (sanidad, educación,…) que, por su propia índole, también deben cubrirse con personal público (seleccionado bajo criterios de igualdad, mérito y capacidad y no de clientelismo).

Lo que no puede hacer el Estado, como pretende la política neoliberal, es hacer dejación de sus competencias ni trasladar a otros sus deberes (ONGs, voluntariado,…) que, por su carácter y fines particulares, nunca podrán garantizar la universalidad y neutralidad exigibles en la cobertura de las prestaciones y servicios sociales. La privatización de los servicios públicos para entregarlos al negocio de particulares es un grave atentado no ya al “estado del bienestar” (concepto engañoso y paternalista) sino al Estado Democrático y de Derecho, que supone la igualdad de trato a todos los ciudadanos, consustancial con el ideal de justicia social y de redistribución equitativa de la renta por vía de la cobertura universal de las prestaciones esenciales.

Desde estos presupuestos no caben vacilaciones ante los presuntos derechos de las variopintas organizaciones “no gubernamentales” a percibir subvenciones oficiales en función de sus presuntos fines sociales. Al Estado le exigimos que dedique los fondos públicos a cubrir las prestaciones sociales que en justicia se deben garantizar a los ciudadanos. Las organizaciones particulares son muy libres de difundir sus ideas y desarrollar tareas acordes con sus fines, incluso de hacer caridad o solidaridad, pero siempre que sea con su dinero y el de sus simpatizantes. Este planteamiento de principios es válido para Caritas, Manos Unidas y cualquier otra ONG, con independencia de su cariz ideológico. Si el Estado tuviera obligación de adjudicar subvenciones públicas a proyectos privados (por su “finalidad social”), no habría argumentos sólidos para negárselas a las múltiples actividades con proyección social de la Iglesia sin incurrir en discriminación ideológica.

Cualquier organización democrática debería tener claros estos principios (en especial, partidos y sindicatos), pero aún más si cabe el movimiento laicista para cuya coherencia resulta imprescindible la neta distinción y separación de lo público y de lo privado. Desgraciadamente, el proceso desarrollado durante las últimas décadas en dirección al desmantelamiento del Estado (en su original sentido republicano) y a la apropiación privada de sectores crecientes de los servicios públicos, parece haber hecho mella en todas las fuerzas políticas que se pliegan al “pensamiento único” dominante y globalizador. La mayoría de ellas, incluso las que se reclaman de la izquierda, no sólo han desarmado ideológicamente a la ciudadanía sobre principios democráticos tan elementales, sino que han sido cómplices en la destrucción de lo público.

El movimiento laicista en modo alguno puede sumarse a este proceso de confusión entre lo público y privado so pena de socavar los propios principios sobre los que sustenta sus objetivos y actividad.

Fermín Rodríguez Profesor de Filosofía Miembro de Europa Laica

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