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De nuevo las matriculaciones en Religión

CON febrero llega la campaña para la prematriculación en las escuelas de cara al siguiente curso. La decisión de optar por una escuela en la que matricular a las criaturas es muy importante. Nos preocupan los conocimientos que podrán adquirir nuestros hijas e hijos y su capacitación para este mundo tan difícil y cambiante en que vivimos, pero también nos preocupa con quién van a convivir, cuáles van a ser sus modelos de referencia, cómo van a adquirir unos hábitos para la vida y el trabajo… todas esas cosas que sabemos importantes a la hora de formar personas maduras y autónomas.

Últimamente nos complican un poco más tomar esa decisión. La contrarreforma política emprendida y los mercados (esos señores terribles que en los últimos tiempos se han empeñado en amargarnos la existencia) han aterrizado también en el ámbito de la educación, abriéndola a los principios y prácticas del neoliberalismo y arrinconando el principio de la educación como un derecho fundamental para todos y para todas, que ha de ser promovido por el Estado. Así, se han introducido criterios mercantiles que se traducen en campañas de marketing más o menos agresivas, induciéndonos a matricular a nuestros hijos e hijas en unos centros privados u en otros, o en la escuela pública.

Pero este año se suma una novedad. Ya no solo los centros compiten entre sí por la matrícula del alumnado, la jerarquía católica también se ha lanzado al ruedo del mercado con una campaña para que matriculemos a nuestras criaturas en clases de religión. Argumentan la matriculación de las criaturas en religión en que es un derecho de los padres. Efectivamente, la ley ofrece esa opción: que los padres elijan si quieren que sus hijos den clase de religión católica en la escuela.

La legislación actual en materia educativa (LOE) recoge lo dispuesto en el Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre Enseñanza y Asuntos Culturales, que no es más que un desarrollo del Concordato firmado entre España y la Santa Sede en 1976, que a su vez da continuidad al que firmó Franco en 1953. Según esta legislación, los centros tienen que ofertar la asignatura de religión y los padres y madres o alumnado decidir si quieren cursar o no esta asignatura.

Pero también supone una violación de la libertad de conciencia, de la que se supone que es garante la Constitución, que en una escuela pública se den clases de religión, se tenga que organizar el centro y el currículo de todo el alumnado en función de esas clases de religión católica y que, incluso, el profesor de filosofía o la tutora de nuestros hijo o hija pueda ser una profesora de religión.

Por eso, muchas personas pensamos que esos acuerdos con la Santa Sede, en los que se basan estas leyes, van en contra del artículo 16 de la Constitución que proclama España como un Estado aconfesional y que, por lo tanto, la educación que se imparte a través de su sistema público de enseñanza también ha de serlo. El que la legislación garantice esta opción no la convierte en un derecho, sino en un privilegio legalizado.

Las madres y los padres que, ejerciendo su derecho a decidir libremente la educación de sus hijos, quieran instruirlos en una creencia determinada pueden llevarlos a las iglesias, a las mezquitas o a las sinagogas, que son los lugares adecuados para recibir dicha instrucción. El problema no es la enseñanza de doctrinas, creencias y prácticas religiosas. El problema es el espacio donde se realiza. La enseñanza de una religión, de unas determinadas creencias, es un aspecto privado y no debe ser financiado con los impuestos de los contribuyentes que tienen distintas ideas religiosas o filosóficas sobre el sentido de la vida.

También se argumenta que la religión es un elemento esencial de nuestra cultura, elemento que las clases de religión católica van a mantener y trasmitir a las futuras generaciones. Las religiones, todas, son una manifestación más de las relaciones sociales que existen en una comunidad. Como el resto de las relaciones y producciones humanas, las formas de organización política, la cultura, etc., cambian y se transforma a lo largo del tiempo. Las distintas ciencias sociales (historia, sociología, antropología…) tienen como objeto el estudio de esas manifestaciones sociales y sus cambios y así se estudia o se debe estudiar la aportación de las religiones a las diferentes culturas. Pero la fe, las creencias o prácticas religiosas no son una asignatura, pertenecen a la esfera de las creencias personales por lo que no pueden formar parte de las competencias básicas escolares ni del currículo de la enseñanza obligatoria.

También se suele esgrimir que la religión aporta una educación en valores, tan necesaria en estos tiempos que corren. No nos engañemos. Siempre educamos en valores. "El sentido de la existencia y la moral", por citar palabras de monseñor Munilla, no son monopolio de ningún grupo. El asunto está en qué valores educamos. La escuela pública tiene que educar en unos valores universales que sean ejes de convivencia en sociedades como las actuales, cada vez más diversas y plurales. El ideario de un determinado grupo no puede imponerse al conjunto porque provoca exclusión y segregación. La escuela tiene que ser integradora y desarrollar los valores expresados por los derechos humanos.

Pero hay un argumento que no aparece, del que no habla monseñor Munilla ni se escucha en la publicidad radiofónica y que es mucho más contundente. Es el argumento de los datos, de la realidad. El alumnado que se matricula en clase de religión ha bajado y sigue bajando claramente. Según datos referidos al curso 2010/2011 en la CAV, en la escuela pública solo el 23% del alumnado optó por apuntarse a las clases de religión. La realidad sociológica no se corresponde con esa supuesta "falta de derechos" ni con "las campañas de acoso" que se mencionan. La mayor parte de la ciudadanía, creyente católica o de otras religiones, agnóstica, no creyente o indiferente, hemos decidido, con buen sentido democrático, que es mejor no llevar a nuestras hijas e hijos a clase de religión.

El problema es que, tal y como está conformada la ley, por un solo alumno o alumna que solicite recibir clases de religión católica, todos los demás tienen que reorganizar sus horarios y emplear esas horas en una materia que por sus características y contenidos no les va a aportar mucho. Horas que podrían dedicarse a reforzar otras materias, que según los informes, nos hacen bastante falta.

La libertad de conciencia y la igualdad son pilares fundamentales para la salud democrática de una sociedad. La escuela pública tiene que basarse en estos pilares para desarrollar una educación libre de adoctrinamientos y que posibilite un acceso al conocimiento universal y a los derechos humanos de todos y todas. No apuntar a nuestras hijas e hijos a clase de religión es una manera de facilitar que nuestra realidad social se imponga a un Concordato impositivo, caduco y obsoleto. Facilitar el camino para que el adoctrinamiento religioso salga de nuestras escuelas y podamos construir una escuela pública, laica, científica y que eduque en igualdad a niñas y niños.

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