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Medicina: ética y objeción de conciencia

Dividir a la población médica en objetores de conciencia y no objetores, aunque sea complicado, será necesario. Llevar a cabo esa decisión conlleva, sin embargo, un problema que podría interpretarse como intolerancia entre los médicos que suscriben compromisos lógicos sin cortapisas con sus pacientes, contra los médicos que priorizan su forma de pensar sobre la de los enfermos. No llevar a cabo esa división se ha prestado a malos entendidos, agresiones y conductas inadecuadas de doctores contra enfermos. La apuesta, desde el laicismo, es lógica: toda persona que requiera atención para un problema médico, donde las cuestiones éticas predominen, debería contar con un galeno apto desde el punto de vista médico-quirúrgico y que, además, sea versado en las cuestiones morales que atañen a su interlocutor.

En algunos países ya existen iniciativas para que el personal médico y paramédico defina su conducta en relación con temas como el aborto o la eutanasia activa. En México, la Secretaría de Salud tiene que promover iniciativas similares, en las que se solicite a los médicos declarar por escrito en cuáles situaciones no ofrecerían sus servicios por atentar contra su moral.

En nuestra nación, el aborto es, por frecuencia, por razones religiosas, por motivos electorales y/o por pobreza el ejemplo más vigente y más pernicioso; no sobra recordar que en algunos estados, hasta no demostrar lo contrario, cualquier sangrado transvaginal es etiquetado por el Ministerio Público como aborto inducido. Otros temas como la aplicación de la eutanasia, la venta y la prescripción de la píldora del día siguiente, la decisión de no ser médico de pacientes con sida, la fertilización in vitro, así como la necesidad de respetar la dignidad de enfermos homosexuales son también temas relacionados con la objeción de conciencia.

“La objeción de conciencia –explica el Observatorio de Bioética y Derecho de Barcelona– es la negativa de una persona a realizar ciertos actos, o a tomar parte en determinadas actividades que le ordena la ley o la autoridad competente, basándose en razones de convicción moral.” Siguiendo esa definición, el personal sanitario puede decidir si participa o no en actos de acuerdo a sus convicciones morales. Rehusarse a practicar un aborto, a vender la píldora del día siguiente o a asistir a un enfermo terminal y acelerar su muerte, son ejemplos en que los principios morales de las personas pueden prevalecer sobre la solicitud de los individuos que requieren apoyo profesional.

Esos principios morales conllevan preguntas. Cuando los médicos objetores de conciencia, avalados por gobiernos no laicos, actúan de acuerdo con sus principios es frecuente que se generen muchos problemas. Retirar, sin la autorización de las pacientes, sus dispositivos intrauterinos, no compartir la información con la madre gestante acerca de alguna malformación del bebé o prolongar la vida innecesariamente de enfermos terminales son ejemplos que ilustran la cerrazón de quienes se definen como objetores de conciencia. Esas acciones vulneran la autonomía de los usuarios y transgrede la comunicación entre médicos y enfermos.

El embrollo radica en las convicciones religiosas de los galenos. Quienes ejercemos la medicina y vivimos la vida arropados por una espiritualidad laica –robo la idea de André Comte-Sponville– tenemos la obligación de implementar, como se ha hecho en el Distrito Federal con la despenalización del aborto, documentos y acciones donde se proteja a los usuarios de los médicos que pretenden extender su oficio al campo de las leyes. Muchos de los galenos objetores de conciencia no sólo dejan de colaborar en el tratamiento de los enfermos, sino que, en el caso de abortos, denuncian a las mujeres ante las autoridades.

Arropados por comentarios decimonónicos provenientes del Vaticano, o estimulados por gobiernos arcaicos como el de Guanajuato, donde se penaliza incluso el aborto en mujeres violadas, algunos médicos pretenden canonizar en lugar de tratar y acompañar. El reciente dislate de la Iglesia contra el otorgamiento del Nobel de Medicina a Robert Edwards, padre de la fecundación in vitro, es un ejemplo. Dijo el Vaticano: Sin Edwards no existirían congelados en todo el mundo embriones que en el mejor de los casos van a ser trasladados a úteros, pero lo más probable es que sean abandonados o mueran. Yo digo: Sin Edwards, 4 millones de personas no hubiesen nacido.

Todos los pacientes tienen derechos. Los que requieran médicos objetores de conciencia deben ser atendidos por ellos. Los pacientes que no confían ni en los dictados de la religión ni en las leyes de naciones no laicas disfrazadas de laicas, como sucede en México, tienen derecho de ser atendidos por doctores cuya conciencia les permita trabajar y dialogar con ellos. Imposible soslayar el impacto de la tecnología médica: sus avances invitan a replantear los límites de la objeción de conciencia.

Es obvio que no se debe ni se puede reglamentar la libertad de conciencia de un médico. Es también obvio que el derecho a la salud no es una dádiva, sino una obligación del Estado y que éste debe respetar la autonomía de sus ciudadanos. En México –y en el mundo–, las convicciones de las personas sobre la vida y sobre su vida valen mucho más que las ideas decimonónicas del Estado acerca de los derechos de sus habitantes.

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