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La conversación

Un claro ejemplo del triunfo del vicio, cuando se dirige con inteligencia y se redime con un poco de virtud…

Cuenta Benedetta Claveri en un estupendo libro llamado La cultura de la conversación, cómo en las primeras décadas del siglo XVII nació en Francia un espacio laico, algo así como una “arcadia inocente donde olvidar los dramas de la existencia”, llamado simplemente monde. El término monde no aludía simplemente a lo terreno, por oposición a lo divino, sino a una realidad social muy clara, en la cual un pequeño grupo de personas, de la nobleza, por supuesto, se reunían para dedicarse al ejercicio de la conversación.

Fue el comienzo de los famosos salones de París. Algunos recordarán la película Les Liasons Dangereuses, basada en la novela epistolar de Choderlos de Laclos de 1792, que recrea ese mundo y las deliciosas perversiones de la comedia social parisina. Eran los tiempos del Ancien Régime. Un mundo que desapareció con la guillotina de la Revolución Francesa.

Fue una maravillosa mujer, la Marquesa de Ramboulliet, la primera en rebelarse ante una vida de sociedad que giraba solo en torno a las aburridas fiestas de la corte, y en abrir las puertas de su casa, el Hotel Rambouillet, para inventar el primer salón literario francés.

Claro que se burlaron de ella y de sus seguidoras. De la cursilería de aquella farsa de buenos modales y refinada conversación. Moliere mismo escribió Las preciosas ridículas en su honor.

Pero lo cierto es que eran las mujeres, en esa sociedad mundana prerrevolucionaria, quienes establecían las reglas del juego. Tenían un enorme poder, y en ese teatro que tantos han caracterizado después, los hombres y las mujeres vivieron un tiempo de igualdad y compenetración de los sexos único en toda la Europa de ese entonces.

La duquesa de Longueville, la marquesa de Sablé, la de Sevigné, Madame de Lambert y Madame de Tencin, entre tantas otras, abrieron las salas de su casa a los grandes intelectuales de la época, y se inventaron la conversación intelectual. Y con ello renovaron la lengua francesa. Pero hicieron mucho más que eso.

La escritora y mecenas de las artes Ninon de Lenclos fue “un claro ejemplo del triunfo del vicio, cuando se dirige con inteligencia y se redime con un poco de virtud”, como la describió un contemporáneo en su funeral.

Fue la célebre Madame de Stäel, autora de Delphine, una novela que aboga por la libre elección del amor en un tiempo en el cual todo matrimonio era cuestión de conveniencia social, quizás la más deslumbrante de todas. En las librerías se puede encontrar, publicada por Lumen, una nueva traducción de su libro Diez años de destierro, en el que narra cómo Napoleón la expulsa de París y censura sus libros, porque no podía tolerar la idea de que una mujer se metiera en asuntos políticos. Madame de Stäel fue una mujer francamente excepcional. Su salón fue un mítico lugar de encuentro de inteligencias. Introdujo en Francia a los románticos alemanes (Goethe y Schiller), se separó de su obligado marido y vivió con su amante. En un principio apoyó los ideales de la Revolución Francesa y de la Declaración de los Derechos del Hombre, pero luego, ante los horrores del terror impuesto por los revolucionarios, se fue a vivir un tiempo a Inglaterra.

Lo que este editorial quiere recordar es que la historia de la mujer no ha sido sólo la de la resignada opresión. Que ha habido épocas en las que las mujeres han enarbolado con un poder extraordinario las banderas de la alta cultura a la que, paradójicamente y liderada por figuras masculinas, le ha costado un enorme esfuerzo histórico aceptarlas como iguales.

Pero ellas no fueron solamente las osadas precursoras de la libertad de la que hoy todas las mujeres burguesas del mundo gozan. Lograron algo mucho más profundo y revolucionario. Madame de Stäel le dijo a su marido que no podía vivir sin sus amigos, y que una conversación animada e inteligente le era indispensable. “La clase de bienestar que ofrece una conversación animada –escribió en De Alemania- no consiste precisamente en el argumento sobre el que se habla, ni las ideas ni los conocimientos que se pueden desplegar constituyen el principal interés, sino cierto modo de actuar unos sobre otros, de agradarse recíprocamente y con celeridad, de hablar en el mismo acto de pensar …”. Pasarían dos siglos antes de que Carl Jung dijera que el encuentro entre dos personalidades es como el contacto entre dos sustancias químicas: si hay reacción, las dos se transforman.

Y lo que subyace en estas dos afirmaciones paralelas es que el arte de la conversación propiciada por las mujeres, ese cuidar del otro, darse la palabra, saber decir y saber escuchar, es también el principio de la verdadera amistad intelectual (¿existe otra?). Ese abrir las puertas de la propia casa para que los amigos vengan a conversar, de ocurrencias, de chismes, de anécdotas, de sentimientos, ha afectado de manera directa la historia de la producción de las ideas que conforman el itinerario de la cultura occidental. Vaya por Dios si eso no es poca cosa.

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