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Defensa del pluralismo (Mi primera “no-comunión”)

Lógicamente no me refiero a la mía, que sucedió hace ya mucho tiempo, y que fue "comunión" al uso, con vestido blanco, con rosario y misal en la mano, con cara de susto, comida familiar…, y esa extraña sensación de que algo insólito (no sabía si bueno o malo) tenía que ocurrir dentro de mí; porque… que el cuerpo de Cristo entrara en mi cuerpo no era ninguna tontería… . Así pues, recuerdo haberme auto-analizado internamente durante varios días, esperando encontrar alguna manifestación o síntoma que evidenciara tan trascendente acontecimiento.

Para mi desilusión, nada raro ocurrió, salvo un gran ronchón en una rodilla que mi madre me hizo relacionar con el picotazo de un mosquito, inhibiendo "de un plumazo" mi fantasía infantil sobre cualquier posible conexión del picor subsiguiente con una manifestación paranormal de mi recién estrenada "condición".

Pasados los meses constaté que todo seguía igual en mí, y que lo único que había cambiado era que, desde ese extraño día, tenía la obligación de confesar semanalmente "mis pecados" a un señor que me obligaba después a rezar, apesadumbrada, varias oraciones para "salvar mi alma", que había quedado sucia e impura tras alguna peleílla con mis hermanos, tras haber comido a escondidas alguna cucharada de crema de chocolate, o tras haber tomado prestado algún duro a mi madre para pipas o chicles bazooka.

Pasados algunos años, y tras algunas experiencias –exactamente dos- en que el confesor me preguntaba, en tono calenturiento, sobre aspectos de la vida que, aun en plena adolescencia, eran desconocidos para mí, me hice consciente de que aquello me desconcertaba y no me gustaba nada. Y así decidí que mi intimidad era mía, y que nadie tenía derecho a adentrarse en ella si no era con mi complicidad.

Si aquella experiencia "surrealista" y nada cercana a lo espiritual fue mi "primera comunión", hace unos días he asistido a mi "primera no-comunión", no como protagonista, sino como invitada. Se trataba de una pequeña fiesta íntima y familiar que dieron unos amigos a su hijo, Alberto, quien, a pesar de no haber celebrado el rito religioso en cuestión, tenía todo el derecho a no sentirse diferente ni marginado respecto al resto de niños de su entorno; se trataba, en definitiva, de una familia que pretendía reafirmar en su ámbito cotidiano que su postura racional y arreligiosa es muy digna y respetable, y tiene también cabida en una sociedad plural.

Los padres de Alberto educan a sus hijos lejos de fanatismos, de verdades únicas, absolutas y excluyentes, les impulsan a pensar por sí mismos, y les acercan a una concepción humanista, tolerante y universal de la realidad, por lo que están creciendo en un ambiente que les facilita la comprensión analítica y crítica de las cosas, así como les induce al respeto incondicional a la diversidad natural y a la pluralidad social. Probablemente no llegarán a ser mejores ni, por supuesto, peores, pero podrán llegar a ser ellos mismos, lo cual es mucho.

No se trata de hacer apología alguna de ninguna creencia o increencia. Se trata de incidir en la idea de que la democracia conlleva, en su propia esencia, el respeto al pluralismo y a la variedad de ideas y de posturas ante la vida (lo cual la jerarquía católica y la ultramontana derecha española parecen negarse a aceptar). Y se trata de denunciar como totalitarismo y como fanatismo inadmisible cualquier actitud político-religiosa que pretenda imponer un ideario como el único válido. Los viejos modelos impuestos y excluyentes ya no sirven a muchas personas racionales e inteligentes; quizás es que no exista un único modelo a seguir, y cada cual deba ser libre para encontrar el suyo propio. Lo contrario es, sin duda, mimetismo –hipócrita, muchas veces- y aborregamiento" ideológico.

Coral Bravo es Doctora en Filología y miembro de Europa Laica

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