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Una abadía con vistas a la Generalitat

El catalanismo tiene una rara querencia por los ámbitos de la religiosidad más engagé, hasta el punto de que muchas de sus propuestas no alcanzan un verdadero sentido si no las conectamos con la quintaesencia del más allá. Recuerden a Jordi Pujol, que no perdía ocasión de trasladar a sus votantes la idea de que sus visitas y comunicaciones al Vaticano no eran otra cosa que una bendición papal al programa político de la Generalitat.

Y además estaba la abadía de Montserrat y la periódica visita a monseñor en épocas de tribulación electoral.

Hubo días en que el senyor Jordi bajaba de aquella áspera y rocosa montaña con el semblante de quien acaba de tocar el Santo Grial con las yemas de sus dedos. O sea, que aquello no tiene nada que ver con el laicismo histórico de los nacionalistas gallegos, más implicados en la memoria colectiva del Tercer Mundo que en los complejos caminos de la Europa profunda. A pesar de ello, veremos a Anxo Quintana acudiendo en apoyo de Artur Mas, el delfín de Pujol, durante la que promete ser -de aquí al día 1 de noviembre- una de las campañas electorales más agresivas de la década.

Lástima que el joven Quin no haya podido estar ayer allí, en la ciudad condal, para acompañar a Mas en la visita que el líder de los catalanistas realizó a la abadía de Montserrat: algo así como la imposición de la espada que, antes de partir hacia Jerusalén, Su Santidad dejaba caer suavemente sobre los hombros de los patricios cruzados. Sir Artur abrió la jornada político-religiosa con la audición de la Salve cantada por la Escolanía del monasterio. Posteriormente, almorzó "en silencio" -los redactores de su agenda son muy estrictos en este punto- con la comunidad de monjes y, finalmente, como colofón de la jornada, se ­reunió a puerta cerrada con monseñor Josep María Solé, abad de Montserrat. Una escena mitológica de la política catalana.

De estas cosas entendía mucho Manuel Fraga, ex presidente de la Xunta de Galicia y a quien su prodigioso olfato le avisó -cuando en España apenas se entreabrían las puertas de la transición hacia la democracia- que la cosa iba a caminar por los territorios autonómicos del laberinto. Y así fue que un día solicitó audiencia con monseñor Aureli Maria Escarré, posiblemente el abad de Montserrat más político e influyente de cuantos ha tenido en muchas décadas aquella atalaya política y espiritual del Principado.

Lo malo es que Fraga era como era. Y más entonces, porque la prensa de Madrid acababa de bautizarle como león de Vilalba y eso, irremediablemente, imprimía carácter. Así que acudió allí rodeado de una nube de fotógrafos que provocó el enfado del claustro y que a punto estuvo de costarle la entrevista con el abad: "¿Y esto, señor Fraga?". "Pues no sé, monseñor, estoy tan sorprendido como usted, no sé quién les habrá avisado". Pujol, por el contrario, siempre respetó los silenciosos protocolos de Montserrat, lo cual le daba un misterioso añadido a sus visitas: como si en medio de aquellas rocas milenarias se guardasen los arcanos de Catalunya.

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