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La Constitución española y su filosofía de la pena

Recientemente, Javier Ortiz, en su habitual columna en este diario, comentaba, con su punzante ironía, las antinomias que suscita nuestra Constitución en general, y en particular, en lo que se refiere a su filosofía de la pena. El texto sancionado en 1978 -producto de escandalosas componendas políticas entre oligarcas maquinadas entre bastidores- contiene un catálogo de eslóganes ideológicos à la carta en el que cada uno puede encontrar lo que desea, aunque al precio de la incongruencia e inviabilidad. Si bien me he sentido siempre poco inclinado al cultivo de los géneros literarios del periodismo, en ocasiones he hecho presente mi voz crítica en esta Tribuna Libre cuando creí haber percibido en el espacio político la existencia de alguna soterrada y grave confusión mental que lleve a viciar la formación de una opinión pública coherente. Pues bien, estimo que la filosofía implícita en el artículo 25.2 de la Constitución sobre las penas de prisión oculta una paradoja cuando declara que «las penas privativas de libertad… estarán orientadas hacia la reeducación y la reinserción». Una vez más, la retórica constitucional nos vende un seudoprogresismo saturado de una orientación global eminentemente conservadora del orden social vigente, en cuanto a la regulación específica del funcionamiento y mecanismos de Gobierno en que se plasma nuestro sistema institucional. Veamos.

El desarrollo de la conciencia ética y del conocimiento sociológico ha cristalizado históricamente en la general aceptación, impulsada por el pensamiento crítico, del siguiente teorema, enunciado esquemáticamente: 1.- La delincuencia es, en términos de función, uno de los más lacerantes efectos de una sociedad cuya organización es injusta e inhumana. 2.- Aunque se le pruebe a un individuo la imputación personal de un acto delictivo, él no es el único responsable penal, sino que la sociedad debe asumir una gran parte de la responsabilidad. 3.- La restauración del daño producido es un deber compartido, que obliga a la sociedad a reformarse, en la medida y con la urgencia necesarias, a fin de eliminar las fuentes sociales de la criminalidad y de hacer posible que el delincuente se reintegre a la convivencia cívica dentro de un orden que garantice a todos y a cada uno el disfrute de los derechos humanos fundamentales de modo efectivo, y no sólo verbal.

Si se asume sinceramente este teorema, que está en la raíz de la tradición humanista del Derecho Penal representada modernamente de manera conspicua por Beccaria y su escuela, resulta que la flamante doctrina finalista que inspira la declaración del artículo 25.2 se torna sumamente problemática. Porque el mencionado artículo se limita a expresar que la legitimación de las penas de prisión se funda en la intención de reeducar y de insertar al delincuente en el sistema social vigente, lo cual equivale a eludir la corresponsabilidad de la sociedad en los términos definitorios del punto tres del teorema humanista.

En efecto, si la sociedad admite públicamente su corresponsabilidad en los delitos, está automáticamente obligada a realizar un vasto programa de reformas institucionales que destruyan las fuentes sociales de la criminalidad. De lo contrario, la paradoja que se aloja subrepticiamente en el inocente artículo constitucional encubre una monumental petitio principii, consistente en presuponer tácitamente que la sociedad establecida es ejemplar y está moralmente legitimada para exigir a quienes se desvíen de sus normas, que deben ser reeducados y reinsertados en ella. Por esta vía, los delincuentes, reintegrados a un sistema social inhumano e injusto, en su teoría y en su práctica, quedarían de nuevo insertos en una sociedad criminógena.

Desde hace muchos años, en mi libro Ideología e Historia (1974), he venido subrayando que todo constructo ideológico es una entidad compleja que presenta, en permanente tensión, un doble plano: de un lado, el plano de los principios generales -eminentemente voluntaristas y utópicos-, y del otro, el plano de sus contenidos reales -que constituyen opciones muy concretas de clase y de dominación económica y social-. Evoquemos un solo ejemplo mayor, el de la Revolución Francesa de 1789, que al mismo tiempo que proclamaba el principio de Libertad, Igualdad y Fraternidad, instauraba la hegemonía real de la burguesía moderna fundada en la propiedad privada. Karl Marx ha sido el gran investigador de esta magna antinomia.

La Constitución española de 1978 es fecunda en verbalistas declaraciones generales que crean la falsa ilusión de un orden social justo, pero el grado de posibilidad de su realización es prácticamente nulo. Así, se supone gratuitamente que la sociedad establecida es el mayor bien colectivo incuestionable, y que el delincuente quedará curado de sus intentos criminales si está dispuesto a reconvertirse en una piececita de los mecanismos de la injusticia y la inhumanidad. Se pretende suprimir los efectos reafirmando la eficacia de sus causas, negándose a ver en aquéllos los síntomas sociales de una sociedad gravemente enferma.

La incongruencia de la Constitución delata la superficialidad argumental y la inveterada buena conciencia de los factores de este singular texto publicitado como modélico, cuando la verdad es que representa a la vieja filosofía social burguesa reformulada con una fraseología a la moda que es aclamada entusiásticamente por todos aquellos que buscan el disfrute personal del poder, al mismo tiempo que se presentan en la escena pública como altruistas promotores de la justicia y la libertad.

El punto asombroso de esta farsa del artículo 25.2 radica en el malsano sofisma de proponer como finalidad del sistema penitenciario la reeducación en los criterios de una sociedad que constituye precisamente la fuente de la delincuencia. La reinserción social del reo sólo puede encontrar su racionalidad en las reformas radicales de la vida colectiva. La cota más alta de la falacia y de la insensatez se alcanza en una reglamentación penitenciaria de las sentencias con condenas de privación de libertad que pone en manos de instancias gubernativas -es decir, políticas- la ejecución de las decisiones de los jueces, hasta el punto incluso de poder reducir prácticamente a cero su fuerza sancionadora.

Además de permitir que los correligionarios y los amigos resulten de hecho exonerados de sus penas, esta reglamentación funciona como una inconfesable coartada moral de la mala conciencia de las clases o grupos dominantes. Como los principios constitucionales de la igualdad, del derecho a un trabajo, a una vivienda, a la aconfesionalidad religiosa de todos los poderes públicos, etcétera, la terapéutica que formula nuestro modelo penal oculta un seudoprogresismo que deja intactas las desigualdades económicas, sociales, educativas, culturales, religiosas y mediáticas que consagra nuestra tan celebrada democracia. Si algún día el sistema social se transformase efectivamente para realizar esos principios, entonces tendría pertinencia y sentido, no sólo el concepto de reinserción, sino también complementariamente los conceptos de corrección disciplinar y de disuasión, los cuales incluyen una adecuada y razonable medida de privación de libertad.

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